De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

jueves, 4 de marzo de 2010

Bésame, bésame poco...



Todavía lo recuerda como si fuera hoy y se le pone la piel de pollo.
Alejo Bayote, el yucateco adoptado por los argentinos, admite también que -de vez en cuando- el episodio le trae pesadillas, de esas que lo sientan de golpe tieso en la cama, con la garganta seca como lengua de loro.
Y aunque ya hace tres años que convive con rioplatenses, aún le pesa en el alma que los hombres -no importa de qué tamaño, edad, credo o condición social- lo besen a diestra y siniestra.
Cuando conoció a la familia de su mujer, allá por el año 2000, a Bayote no le llamó demasiado la atención que los hombres –el padre, el cuñado o el sobrino de la joven argentina- lo saludaran con un beso en la mejilla. “Costumbres familiares”, pensó el yucateco, sin ir más lejos.
Sin embargo el corazón le dio un vuelco cuando comprobó que los hombres que no eran parte de esa prole tenían la misma “maldita costumbre” (sic) de besarlo en la mejilla cada vez que lo saludaban.
Y era en vano. Cual contorsionista, Alejo Bayote echaba para atrás todo su cuerpo y estiraba el brazo hacia delante con la mano recta para saludar pero no había caso… Ahí nomás le agarraban la mano y de un tirón estampaban su carota con un beso. Y hasta ese momento eran todos familiares y conocidos hasta el día nefasto…
Con los primeros frescos del nuevo milenio, el yucateco pisaba por primera vez Buenos Aires. Sin papeles de residencia, trabajaba por las noches en un bar “cheto-fresa” de Palermo Hollywood. Todos los argentinos "progres" que laburaban con él lo adoraban. Quizás porque hacían un poco de “mea culpa” por tener a un latinoamericano trabajando de lo mismo que ellos hacen cuando viven en Europa: de lavacopas.
Cuando el bar cerraba y terminaban las tareas de limpieza, los empleados, dueños y clientes preferenciales, compartían en sana convivencia unas copas acodados en la barra. Ese día Bayote tomó distancia para analizar la escena. Como un antropólogo en plan de investigación, se ubicó en su panóptico (la punta de la barra) desde donde observaba detalladamente cómo se movían los sudacas: se clavaba en diálogos, gestos, exclamaciones y silencios. “Coño, tan al sur que están y son tan cálidos…”, pensaba.
“Bueno, ya me voy, che”, dijo un cliente VIP del lugar. Desde su púlpito, Bayote vio como el canoso bigotón vació de un trago su whisky y comenzó su peregrinación de besos y abrazos alrededor de la barra. “Mare, que no se acerque”, pensó el meridano al borde de un ataque de pánico. “No me conoce, no me puede besar”, insistía mentalmente, mientras debajo de la barra apretaba sus puños ajados por el detergente.
En cada instancia del “vía crucis” de besos, el canoso charlaba con el besado… Y continuaba… Hasta que llegó a la punta de la barra.
Bayote pensó en ponerse de pie y huir al baño, pero era demasiado tarde. La mano del bigotón ya estaba apoyada en su espalda. Alejo sudó frío y prefirió no mirarlo. En ese abrazo incompleto, el argentino seguía charlando con otros sobre fútbol. Bayote sintió el calor de la mano sobre un omóplato. Lo quemaba. Entonces se movió. Evidentemente despertó al canoso de su densa charla futbolística, miró a Bayote a los ojos, le puso la mano desocupada detrás de la nuca y acercó la amplia cara del yucateco a su boca. Involuntariamente o no, en ese preciso instante Bayote optó por dejarse llevar por el momento. En su mejilla izquierda sonó un chuick fuerte, de labios completos.
Cuando el canoso se fue y las piernas de Bayote dejaron de temblar, caminó presuroso al baño. Se miró un largo rato en el espejo. “Ya no soy el mismo”, repetía una y otra vez, sin voz.
A casi diez años del evento, sorprendimos a Bayote al despertar de la siesta para entrevistarlo sobre los besos. Mañoso al principio porque le quitamos su mantita azul como amenaza para que contestara las preguntas, el yucateco accedió a relatar sus vivencias. Eso sí, pidió que no lo fotografiáramos (sólo aceptó autoretratarse para ilustrar este texto) y contestó las preguntas con la máscara de El Santo puesta. Este es el resultado:
¿Qué sensación primaria, de puro instinto, te genera que los hombres se besen?
Re-cha-zo.
¿Qué balance hacés desde tu llegada al día de hoy respecto al tema?
Pasó de ser un espectáculo de postal a ritual necesario. Ahora se no me besuquean soy yo quien se siente rechazado (béseme hombre, béseme).
¿Te gustan hoy en día todos los besos entre hombres o algunos los podrías suprimir?
Me gustan poco los besos sean de hombre, mujer o caballo... Mi abuela se lavaba la cara apenas la saludaban de beso, sin importarle la visita besuquera a sus espaldas.
¿Aconsejarías a los mexicanos o yucatecos que se besen entre ellos?
El concepto no pega ni con moco. Imagínate la escena: vas llegando a la cantina y tienes que besuquear media docena de cachete sudoroso con gusto a caguama bajo el sol de las tres de la tarde. Es un precio muy alto por una cerveza entre amigos…
¿Te sentís distinto desde que te besás con hombres?
Si pienso demasiado en el asunto se me quita el hambre. Así que prefiero relajarme para aflojar el cachete, y seguir comiendo bondiola, a falta de chicharra.

2 comentarios:

  1. ajajajajajajaja
    en muchos lugares del mundo lo ven de "poco hombre" besar a otro.. y sin embargo es tan natural para nosotros, lo mismo que tocar a la persona con la que hablamos..
    a las cosas que se tiene que acostumbrar o no uno!!
    MUA para Bayote!

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  2. Que asco! Me acordè de cuando chico debìa besar al tìo abuelo cada vez que ìbamos de visita. A medio rasurar y con aliento a cigarro, era un martirio obligatorio familiar. Animo Chebo, te entiendo... y se me eriza la piel... D·la

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