De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

jueves, 11 de febrero de 2010

La hamaca, ese capullo entrañable


Alejo Bayote.
Así se llamará a partir de ahora. Por motivos que tienen que ver con su bajo perfil y su necesidad de exponerse lo mínimo e indispensable, este yucateco viajero reclama anonimato aunque sospecha que su nombre se develará, tarde o temprano, y correrá como reguero de pólvora.
Sin embargo, desde su nueva identidad, el hombre nacido hace 37 años en la Blanca Mérida, quiere compartir sus experiencias en tierras remotamente lejanas. “Para que nuevos viajeros se animen” –dice-, “O para que opten por quedarse para siempre, ellos sabrán…”
Alejo Bayote no tiene medias tintas. Armó un día sus maletas y se fue de Mérida. Se llevó consigo un enorme morral que cargó con mucha ropa de verano, poca de invierno, algunos libros y discos elementales, un kilo de Maseca, tres frascos de chile habanero, dos de chipotle, una maricona gigante y miles de recuerdos idealizados. Lo acompañaban en este loco periplo una esposa y una hijita.
Dice el poeta uruguayo Mario Benedetti que “El Sur también existe” y, ni lerdo ni perezoso, Bayote se fue a comprobarlo. Se subió a un avión con su familia y aterrizó hace casi dos años en el fin del mundo: Buenos Aires, Argentina.
Pero nada es miel sobre hojuelas y de eso Bayote sabe mucho. O lo saben mejor sus huesos y hasta sus vísceras. Si uno asalta por sorpresa a Bayote, lo arrincona, le pone una luz potente en el rostro para que lo deje ciego y le pide que diga en fracción de segundo qué es lo que más extraña de Yucatán, el hombre lanzará un grito desgarrador, sacudirá su gran cabeza de lado a lado, se pondrá automáticamente en posición fetal y aullará “¡Mi hamaca!”.
Desde que nació, Bayote durmió como flotando en el aire, suspendido de dos hilos. Pasó incontables horas de su vida envuelto en un capullo de colores, golpeando con su pie la pared para columpiarse. ¡Esto es descansar!, se decía una y otra vez…
Sin embargo, cuando bajó del avión, descubrió la cruel realidad. Las únicas hamacas que conocen los porteños viven en los parques, las usan los niños y es lo que los mexicanos conocen como columpios. No hay otras.
Ni pensar en agujerear las frágiles paredes de un departamento de dos dormitorios en un cuarto piso para hacer un hamaquero. Los vecinos golpearán con furia ciega la puerta del 4to. “A”, agitando los brazos y las manitos para reclamarle que ya no haga ruido y que se duerma de una buena vez.
Así que Alejo Bayote tiene que dormir en cama, como cualquier hijo de Dios. Dice que no se acostumbra, que le duele todo y que sólo se conforta si tiene a mano su frazada azul.
Por eso, cuando se puede librar de su esposa e hijita, corre a su cuarto, despliega la frazada sobre la cama de dos plazas y hace de sí mismo un gran taquito. No es tarea fácil desplegarse de una punta de la cama a la otra, rodando sus más de ochenta kilos, para terminar envuelto cuál capullo color cielo. Pero lo logra. Cuando está listo llama a los gritos a su familia para que lo acomoden en un lado de la cama. Hasta la cabeza se tapa. Parece más una momia azul que un humano vivo. Pero descansa y sueña que flota en el aire y vuela bajito.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Una neta

"Viajar sirve para mirar al Otro. Y mirar al Otro significa, en una dialéctica irrefutable, mirarse a sí mismo. Quien viaja se recorre. Durante el viaje uno sabe quién es, porque se reconoce en los Otros".
Hernán Brienza
(Periodista argentino).

martes, 9 de febrero de 2010

Mujer mimo


¿Cómo hace para no salir volando?
Brevísima ella, parada en la esquina de 25 de Mayo y Balcarce, se aferra estoica a su metro y medio y a sus 40 kilos (¿42, 45?). Reparte sin cesar miles de diarios gratuitos "El Argentino", escritos por la troupe de Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de los argentinos.
Dos moles históricas le hacen sombra a la pequeña mujer. De un lado la Casa Rosada, del otro el Banco Nación. Y ella ahí, en el medio, en un intento constante de no volarse entre tanta correntada de aire, que en invierno la congela y en verano le quema las mejillas.
Pobre niña-mujer, qué trabajo te ha tocado ¿No te das cuenta de que te equivocaste de oficio? Si parecés un mimo, una Marcel Marceau en versión sudaca, anémica, de ojos tristísimos.
La pequeña mujer hoy viste una pollera hippie, remera azul del Diario y botas de invierno. Son las 8:15 horas y hace 33 grados. Otras veces la he visto con pantalones cortos. Nunca de Jeans.
Me acerco a ella como todas las mañanas. Me regala -como siempre- su sonrisa silenciosa, de dientes parejos y ojitos caídos. Me extiende la mano y me da El Argentino. Le digo gracias. Ella baja la vista y, como un trompo a punto de volarse, hace una maniobra sin guantes blancos y entrega otro El Argentino a un chico de camisa y cobarta, lleno de piercings.
Temo que este invierno sea más crudo que el del año pasado. Temo llegar una mañana oscura a la esquina de 25 de Mayo y Balcarce y encontrar un reguero de El Argentino en el piso. Y ella allá arriba, subiendo por los aires hasta los techos de la Casa Rosada. Ojalá que lleve jeans, así no tiene frío y no se le ve la bombacha.

miércoles, 3 de febrero de 2010

De-ses-pe-ra-dos

“Vivimos desesperados”.
Eso dijo. Y fue todo.
Los presentes lo escucharon pero no le contestaron y cada quien siguió en la suya.
Busqué de dónde venía la voz de la sentencia, de las palabras sabias, de la reflexión tajante, precisa y al pie.
Y agregó: “Son $5,75. ¿Te doy una bolsita?”
Se me cayó el alma al piso porque el supuesto filósofo no estaba sentado sobre una piedra en pose “Pensador de Rodin”. Se ocultaba tras una infinidad de cigarrillos, caramelos, pañuelitos tissue, galletitas, alfajores, entre otras confituras y desde ahí despachaba y cobraba. Era el empleado de “Premium”, el kiosco que está en la boca del subte B, en Los Incas, en Capital Federal.
La clientela estaba ofuscada porque no había metro. Y, como siempre, nadie sale a dar la cara. Sólo cierran las compuertas del castillo medieval de Metrovías y dejan un cartel luminoso que escupe “servicio interrumpido” sin parar.
El tema es que todos pensamos que el kioskero, un tipo de unos 40 y tantos años, sabe porqué no hay subte. Claro, si está al lado de la boca del metro ¿Cómo no se va a enterar? ¿Lo creemos un empleado encubierto de Metrovías? ¿Se ganó un ascenso y lo dejan laburar afuera para que tome aire fresco y se tueste un cachito el sol? ¿Oficia tal vez de prensa de la nefasta empresa subterránea?
No señores, es simple y llanamente un kioskero. Un empleado de un comerciante que probablemente lo explota y que vive al día, para ganarse el pan como vos, como yo, como todos ¿Por qué acosarlo? ¿Por qué hacerlo carne de cañón de nuestras desgracias?
Sin embargo, el kioskero puede responder lisa y llanamente “No sé”, “Andá a preguntarle a Metrovías” o “No me jodas” (esta última opción lo puede dejar sin clientela, claro), pero no. Él dice que no sabe y hace un ejercicio de observación. Toma distancia de la situación y esboza un análisis sociológico del argento-porteño tan acertado como punzante, y se incluye: “Vivimos desesperados”.
Desesperados porque el subte no funciona.
Desesperados porque el dinero no alcanza.
Desesperados porque alguien nos empuja en el colectivo sin pedirnos permiso.
Desesperados porque estás haciendo la cola en el súper, una vieja se hace la idiota y se te adelanta.
Desesperados porque entrás a un local, decís “buen día” y nadie te contesta.
Desesperados porque las noticias te bombardean por aire y por tierra, te carcomen la cabeza un día, y al otro día no hay seguimiento de nada, nos dejan en ascuas.
Desesperados porque hace calor, llueve y hace más calor.
Desesperados porque hace frío.
Desesperados porque el taxista te quiere dar charla y vos no querés hablar.
Desesperados porque te falló la empleada doméstica.
Desesperados porque es viernes y no vemos la hora de que llegue el fin de semana, y más desesperados el domingo, porque sabemos que empieza de nuevo todo.
Desesperados de amor, de hastío, de soledad, de aburrimiento…
Vivimos así. Somos así.
Nos ahogamos en un vaso de agua, tocamos fondo y sólo eso nos da el empujón para seguir. Pero de nada sirve porque nos volvemos a desesperar. Nos falta el aire demasiado seguido.
Ese día hice mi compra y, cuando le pagué al kioskero le dije: “Estuvo genial lo que dijiste. Es cierto, vivimos desesperados”.
Cuando me daba el vuelto –y sin mirarme a los ojos- me respondió, sentencioso: “Y lo peor es que no aprendemos”.
Me fui. El subte ya funcionaba. Pensé todo el viaje a la estación Pasteur en él. Volví al kiosco a los pocos días y ya no estaba. Nunca más lo volví a ver.