De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

domingo, 27 de junio de 2010

El día que mataron a Messi

¿Era una locura pensar en eso?
Imaginarse una y otra vez la situación. Dormido y despierto.
Él lo había dicho en un arranque de rapidez verbal, expeditivo como era, de puro humor negro, nomás. Aunque muchos mexicanos se horrorizaron con la declaración, a la mayoría de los argentinos les pareció divertido. Pero… ¿Y si fuera verdad?
-¿Qué hay que hacer para frenar a Messi?- Le había preguntado el periodista argentino.
-Hay que pegarle un tiro- Respondió él, sin dudarlo un instante.

La noticia tardó segundos en hacerse mundial.
-Justo vos, que sos hombre de Dios, decís que hay que pegarle un tiro a Messi -Le había dicho el periodista.
Y tenía razón, porque él, Guillermo Luis Franco Farquarson, más conocido como Guille Franco, antes el correntino de Goya, desde hace años el mexicano naturalizado, era muy creyente, entregado a Dios en cuerpo y alma; y andaba en estos días con esos sentimientos raros, oscuros, perversos, que no podía sacarse de la cabeza. Y sabía que estaba mal, que no podía desearle el mal a nadie, ni mucho menos ejercerlo sobre nadie pero… La idea no se iba y, lo que era peor, regresaba. Entonces Guille trataba de pensar en otra cosa, pero no podía… Y tampoco sentía culpa.
Se lo imaginaba una y otra vez, mientras se bañaba, dormía, en una práctica, todo el tiempo. La situación era siempre la misma:
Aguirre lo llama, le pide que se prepare, que lo va a cambiar por Guardado cuando ya pasó una hora del segundo tiempo. Y van perdiendo. Y justo viene un balazo de Tévez que arrima a Argentina al tercer gol. Y Guille piensa que ese es el momento, el preciso, el que no hay que dejar pasar por nada en el mundo, el instante para pasar a la historia… Después no importa nada.
-Por ahora no permiten jugar ni con revólver ni con escopeta- Le había dicho el periodista.
-No, no. Lamentablemente, no lo permiten, ja ja ja- Había contestado él, y en ese momento no le pareció tan graciosa su ocurrencia. Pero bueno, lo dicho está, ni modos…

Entonces, como una película que se sabe de memoria, la secuencia vuelve a su cabeza. El cutter, pequeñísimo, entra perfecto debajo de la canillera. Cuando nadie se diera cuenta, chocaría con un contrario, se tiraría al piso, quitaría el cutter de ahí para pasarlo disimuladamente entre la manga larga de la camiseta verde y la palma de la mano derecha. Ya abierto, claro.
Y ahí viene su compañero Hernández, que inaugura el marcador para México, pero estarían lejos todavía, muy lejos…
-¿Te sentís entonces más mexicano que argentino?- Le había preguntado el periodista.
-Claro. Yo soy mexicano. No decidí donde nacer. Esa fue una decisión de Dios. Después yo decidí ser mexicano- Había retrucado él.
-¿Y eso por qué, Guillermo?
-En agradecimiento a todo lo que México me brindó. Nunca esperé que mi vida cambiara en mi paso por México, que ese país me diera tanto. Pero me dio cariño, me dio dos hijas mexicanas. Son muchas cosas. Por eso yo volqué mi corazón a México.

Y sería el momento de demostrarlo. Con creces.
En la cancha no se habían cruzado, pero Guille busca la forma de acercarse. El tiempo se le va de las manos. Entonces, cuando el alargue del partido ya llega a su fin, tira su cuerpo en contra de Messi, desliza el cutter hasta la mano completa, hasta agarrarlo fuerte y como un puñal, y se lanza una y otra vez sobre el 10 argentino para tajearle la pierna, el pecho y la garganta.
Todo corre tan rápido en la cabeza de Franco que se siente mareado de sólo pensarlo. Las manos manchadas de sangre, la camiseta verde, ahora roja, los compañeros que lo quitan de encima de Messi, agonizante, las patadas que le llegan a dar en la cara algunos jugadores argentinos, los médicos que lo rodean, técnicos, árbitros, policía, gritos, locura, muerte…
Cuando Guille despertó hoy de una brevísima siesta estaba en el vestuario. Faltaban minutos para el encuentro Argentina-México. Sus compañeros lo invitaron a rezar. Con la cabeza confundida, Guille se puso de pie y sintió algo extraño en la canillera. Ahí, tieso, estaba el cutter.

miércoles, 23 de junio de 2010

Hay heladez

El hombre es un animal de costumbres. Se adapta –tarde o temprano- a todo, o a casi todo. Busca en definitiva la forma de empatizar con su entorno por el simple hecho de no vivir como paria, de no morirse solo como un perro.
Alejo Bayote se creía acostumbrado a todo, pero no. Llegó el frío a Sudamérica y se le vino la noche. Sin luna.
El yucateco que vive en Buenos Aires cursa su tercer invierno en la capital argentina y no escarmienta. Cada año, cuando el otoño se despide para darle la posta al invierno, Alejo Bayote muta. Literalmente. Cuando llega abril o mayo su humor cambia por completo. Deja de ser ese caribeño divertido, ocurrente -medio burlón y cínico- con el albur siempre a flor de piel. También se le olvida un poco el acento aporreado y los ojitos se le ponen tristes.
La piel porosa del meridano se vuelve escamosa y si fuera metrosexual se cubriría de cremas, pero no. Le gusta sufrir y aparentar ante todos que es víctima del frío. Porque si hay algo que Alejo Bayote no pierde con el invierno es su capacidad histriónica para ser víctima de su circunstancia: la de estar en el helado fin del mundo.
Cuando amanece (a eso de las 10 de la mañana para Bayote), el yucateco atina a sacar una mano de entre las frazadas para alcanzar el control remoto. Entonces enciende la tele y sintoniza Canal 7. No es para ver la programación de la presidenta Cristina, sino para visualizar los numeritos que aparecen abajo en la pantalla: la temperatura. Y ahí empieza su vía crucis.
Su pequeña retoña lo arranca de las sábanas con el grito diario de “¡Papi, haceme la leche!” Y ahí sale el hombre de la cama, agarrotado de frío, rumbo a la cocina. Regresa tiritando, con el vasito de los Backyardigans calentándole la palma de las manos. Se lo da a la pequeña Bayote, y se escurre otra vez rápido entre las sábanas, ahora un poco frías (siempre olvida de cerrar la cama cuando se levanta).
Si sus movimientos durante el año no son hiperquinéticos, en invierno sólo quiere dormir, tapado hasta las orejas. Hibernar, le dicen. El domingo pasado, por ejemplo, empezó el invierno en estas latitudes. Amaneció con 2 grados pero, como era día de descanso, todos se quedaron en la cama, sin asomar los hocicos. Sin embargo, hacia el mediodía, la pregunta se hizo evidente: ¿Qué almorzamos? Había que salir a buscar provisiones. “Yo no voy ni a la esquina” , respondió tajante el meridano. Durante los meses previos a la llegada del invierno, Bayote se arma de un sabio colchón de grasa que lo mantendrá proteico para las épocas difíciles que ya se avecinan.
Ese mismo día, el termómetro trepó por la tarde a 8 grados y salió el sol. Su hija y su prima, ambas de cuatro años, pedían a gritos ir un rato a la placita. La respuesta de Bayote volvió a ser tajante: “Yo de aquí no me muevo”. Y no sólo eso: acusó a su joven esposa de sacar a las niñas con ese frío: “¡Tas quedando loca, mujer, se van a helar las niñas!”, le gritó sin reparos, mientras su voz se escurría por debajo de los edredones.
Pero no todas son pálidas para el yucateco. Hay que valorar los avances que hizo en estos tres años. Por ejemplo, ya no le escapa a una ducha caliente como al principio cuando pensaba que, si se bañaba, pasaría más frío. También aprendió a cambiarse las medias cuando siente los pies helados, se quita el abrigo si entra a un lugar con calefacción y ya no duerme con bufanda. Eso sí, nunca se aparta de sus calzoncillos largos (que usa debajo de los jeans) ni deja de tener sueños de los lindos en los que despierta por los sacudones que su hijita le da a la hamaca pidiéndole que se apure, que es domingo y que se hará tarde para comprar unos sabrosos sándwiches de cochinita.

La obra que ilustra el post no tiene título y es de Alejandro Cervera.

viernes, 11 de junio de 2010

Embrujados

“¿Qué nos pasa a los argentinos? Estamos locos, locos…”
Reflexiones de Marcelo (Fabio Alberti) en “Todo por dos pesos”.


Hoy, como todos los días, llamé por teléfono a casa a las 11 a.m.
A esa hora, mi hija corre desesperada a levantar el auricular para atenderme y siempre mantenemos una maravillosa charla matutina. Pero hoy fue la excepción.
-Hola mi vida, ¿Cómo estás?
-Bien pero no puedo hablarte… Estoy mirando el partido con papi. Chau.
Y me cortó.
A las 12:40 llamé a casa nuevamente luego del gol que el mexicano Rafa Márquez le hizo a los sudafricanos y mi marido –paisano de Márquez y hasta hoy un tipo antimundialista total- me atendió de la siguiente forma:
-“GOL DE MAAAAARQUEEEEZZZZZ”, No lo puedo creer, qué maravilla, estaban jugando mal y Márquez hizo el gol, blablablabla…”
De golpe y porrazo caí en la cuenta de mi regreso. Después de dos mundiales tibios en México, volví a la vorágine futbolera argentina de cada Copa del Mundo, al seudo nacionalismo, a la cotidianeidad falsa del triunfo y la derrota. Y mi marido y mi hija mexicanos no son la excepción a la regla, ellos también están contagiados por el embrujo.
Como ocurre en mi país cada cuatro años, la burbuja mundialista se formó y se cerró. Y estamos todos adentro, hasta los más parias. Nos esperan días y semanas de fútbol del más variado. Es como que, de golpe, los argentinos nos sentimos llenos, más vivaces, con un humor renovado…
Y no lo digo yo nomás, los dicen los estudiosos.
José Garriga es sociólogo y docente de la Universidad de Buenos Aires. Respeto del efecto que ocasiona el mundial en los argentinos, opina: "Se genera un efecto por el cual once varones interpelan a todo el país y hay una idea de que eso soy yo, que si ellos ganan, gano yo”.
Eduardo Fidanza, director de la consultora Poliarquía, no se queda atrás: "Cada cuatro años se advierte una distensión para relajarse de las normas férreas del trabajo y de las responsabilidades. Hay como un permiso tácito donde cambian las prioridades".
Por otro lado, Fidanza también advierte un despertar del sentimiento nacional. “Se provoca un psicodrama similar al que ocurre durante una guerra, o cuando el país gana un premio en el exterior. Es un momento en que se desata ese nacionalismo latente y se borran los sentimientos contradictorios con el país".
Psicólogos, sociólogos y consultores coinciden también en que el clima del mundial puede tener una efectiva función de desahogo. "Aliviamos la angustia momentáneamente mientras miramos el partido y nos olvidamos de las miserias externas y de los dramas internos", dice el psicólogo Ricardo Rubinstein. "Se genera un efecto contagio que mejora el estado de ánimo general", agrega la psicóloga social Ana Quiroga.
¿Pero qué pasa mientras tanto? A la burbuja no la rompe ni el pelotazo más fabuloso, ni el grito de gol al unísono de 30 y pico millones de argentinos. Y mientras todos navegamos en la realidad paralela mundialista, el país sigue su rumbo, los políticos tomarán nuevas decisiones, la economía irá para atrás o para adelante (…o para el costado), se aprobarán o no tales leyes, se suspenderán exámenes, Cerati seguirá o no en terapia intensiva, y pasarán muchísimas cosas más que nadie detendrá…Ojalá que toda esta emoción que nos sacude el alma, no nos deje ciegos, sordos y mudos.

lunes, 7 de junio de 2010

N.N.

Lo primero que sintió al despertar fue un tremendo olor a podrido. No había abierto aún los ojos –sabía que el despertador no había sonado- y su olfato dio la señal de alarma. Algo estaba mal.
Con los párpados aún cerrados trató de identificarlo: parecía olor a muerto, podredumbre de días y días al sol. Tenía que tomar coraje pero no podía, entonces se le ocurrió una idea: optó por el tacto. Tanteó con miedo las sábanas buscando vaya a saber qué. Ningún bulto se interpuso en su camino y la tela que lo cubría estaba seca. Sin embargo, cuando subió la mano a la altura de su cabeza, sintió que algo viscoso y tibio se le enredaba en los dedos. Levantó rápidamente la cabeza de la almohada, abrió los ojos y trató de enfocar. Estaba oscuro y no vio nada.
Saltó de la cama y cayó parado como un gato a centímetros de la llave de la luz. De un golpe la encendió. Cuando la visión se hizo clara pudo ver –desde el metro y medio de distancia que lo separaba de su cama- una pasta viscosa que cubría el lado izquierdo de su almohada. Reconoció con espanto que esa materia correspondía directamente a lo que colgaba –gelatinoso- entre sus dedos. Lo llevó a su nariz, era ese olor.
Inmediatamente se le cruzó por la cabeza que alguien estaba en su casa, que alguien le quería hacer mal, que ese olor inmundo le era impuesto. La idea se esfumó tan pronto como comprobó que no había nadie y cayó en la cruda realidad de que el del olor a muerto era él.
Con la mano limpia se tocó la cara y cuando pasó el dedo por la oreja descubrió el origen de la tragedia: del oído izquierdo supuraba ese líquido amarillo, con diminutos puntos negros, que olía horrible. El espejo del baño lo terminó de confirmar: esa sustancia extraña caída de su oreja y le llegaba al cuello. Juntó fuerzas, la limpió rápidamente con un papel higiénico y la tiró al inodoro. Luego sacó un algodón del mueble del baño y tapó el agujero. Sólo ahí dejó de escuchar. El oído estaba totalmente tapado “¿Qué tengo?” Dijo en voz alta. Tenía la voz quebrada. No había dolor, sólo miedo.
Norberto Noria era un tipo de rutinas. Como todas las mañanas levantó la persiana del departamento 3º. B que daba al pulmón del edificio. La luz de las primeras horas de la mañana se metió en el monoambiente que heredó de su madre hacía 10 años. Puso café a preparar y encendió la ducha. El agua corría fuerte pero él casi no escuchaba.
Entró en la bañera y como todos los días empezó a enjabonarse. Recorrió con las manos sus genitales pero no tuvo energías de masturbarse. Se sentía cansado, pesado, aturdido.
Se sacó el algodón de la oreja e intentó lavarse pero fue peor. Ahora no sólo estaba sordo, sino que un zumbido le martillaba la cabeza. Salió de la ducha a medio bañarse. El líquido viscoso seguía supurando del oído y ahora no sólo lo podía oler, sino también lo sentía en la garganta. Era tan repugnante que las arcadas le ganaron. Sin embargo no vomitó. Se tapó el oído nuevamente, se vistió con el traje azul y tragó un sorbo el café. Ahora el gusto en la boca era otro, un alivio…
El reloj marcó las 8:15 a.m. y ya era hora de salir. Noria, empleado administrativo de contaduría de la empresa “Famex” desde hacía 25 años, pensaba en el balance trimestral (“Los números no cerraban desde hacía dos días”), en su jefe, el joven y prometedor contador Parrota (“reventado, cómo me gustaría verte muerto”), en sus compañeros Grimaldi y López (“Váyanse con su fútbol a la concha de su madre”) y en Graciela (“Estás hermosa hoy con ese culito y esas tetas, me aturdís nena, aunque podría ser tu papá…”).
Cuando subió al subte –repleto a esa hora- empezó a sentir nuevamente el gusto a podrido en la garganta. Apretó la quijada lo más que pudo y ajustó el algodón en la oreja. ¿Podría sentir el chico punk conectado a su mp5 el olor que salía de él? Pensó que no, lo veía demasiado dormido para percibir sensaciones. ¿Y la vieja del bolso verde? Tampoco, en esos momentos ponía todas sus energías en conseguir un asiento, a cualquier precio. El subte arrancó y Noria se sintió mareado. Trató de focalizar en el titular del Clarín que leía el hombre sentado delante suyo pero no pudo. Sintió que se le nublaba la vista.
Entonces pensó en Graciela e imaginó, como tantas veces, esa escena. Él acercándose al escritorio de su compañera desde hacía tres meses –una pasante de 22 años, estudiante de Marketing- y le decía: “Graciela, ¿vos me querés?” Ella se ruborizaba, se arreglaba la pollera corta, le tocaba la mano (como esa vez, cuando le alcanzó el formulario 582) y le decía “Sí, Norberto, y te deseo desde siempre”. Después la escena se repetía, los dos besándose en la cocina de la oficina, él apoyándola contra la heladera, ella excitada, pidiéndole más…Pero no, algo andaba mal.
“Señor ¿Se siente bien?”, preguntó el chico punk del mp5.
“¿Qué?”, preguntó Noria, sordo, tratando de focalizar en el piercing que el chico tenía en el labio superior.
“Tiene la oreja lastimada”, le dijo el chico, con cara de asco.
En ese instante todos se voltearon a verlo con la misma expresión de repulsión. Noria no contestó, trató de acercarse a la puerta, empujó gente, pidió perdón y, como pudo se bajó, lleno de insultos que no podía escuchar.
Cuando el andén quedó vacío caminó rumbo a las escaleras pero ya no pudo seguir. Se apoyó en una pared, sacó un pañuelo, se limpió el cuello y después vomitó. La gente lo esquivaba como un perro sarnoso.
Como pudo se acomodó en un hueco de la escalera y ahí se quedó, mudo de miedo y vergüenza. Estaba bien vestido pero olía mal, así que lo viajeros que iban y venían lo tomaron como un linyera o un borracho más. En el trajín de gente, alguien le sacó la billetera y él no pudo reaccionar, como tampoco cuando le quitaron los zapatos. “Estaban viejos ya”, pensó.
Volvió a vomitar y sintió mucho frío. Ya no podía pararse. Pensó en el balance que no había terminado, en Parrota dudando de su ausencia, en López y Grimaldi, olvidándolo como siempre, en plena discusión por el Superclásico y minas tetonas; y en ella, otra vez en ella. “Sí, te quiero bobo, ¿no te das cuenta?”, le decía Graciela al oído, y ya no había podredumbre, ni nada…
Lo encontraron cerca de las 10 de la mañana, muerto al costado de la escalera. Sin identificación, ni parientes ni amigos que lo extrañaran, fue a parar a la Morgue Judicial. En el dedo gordo del pie le colgaron un cartel con sus iniciales: NN.

jueves, 3 de junio de 2010

Diario de un frijol

Cambia, todo cambia.
Mi cuerpo es una explosión de todo.
Muto.
Me río y tengo sangre en los dientes
Y no soy vampiro.
También estoy llena de aire
Y no soy un globo aerostático.
Siento que estallo.
Lloro, río, reclamo, agradezco, me quejo.
Pido disculpas.
Soy el colmo de la susceptibilidad
Parada en dos patas flacas y largas.
Todo esto me acontece desde hace unas semanas,
Ahora mismo,
Mañana.
Y soy feliz. Contradictorio pero cierto: feliz.
“Hay una serpiente en mi bota”, dice el vaquero Woody.
“Hay un frijolito en mi panza”, digo yo.
Y late.