De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

miércoles, 31 de marzo de 2010

La gorda y el flaquito

Soy partidaria de los que se besan en la calle, no de los que se pelean.
Si veo a dos a los arrumacos, los aplaudo. Si me cruzo a un par peleándose o en problemas, no les voy a negar que me detengo a observar “como a la pasada”, pero no. Prefiero el amor, no la guerra.
Sin embargo, cuando los vi por primera vez, se me cruzaron las sensaciones. Por un lado miré la vidriera del bar con vergüenza y un morbo inmanejable. Al instante me moría de ternura al verlos tan distintos, chocantes, tan como si el mundo no existiera.
Estaban sentados en una mesa que daba a la vidriera de un típico café porteño, con muebles oscuros, media luz y mozos con moñito al cuello. Se tomaban de la mano y se miraban como embobados. Uno podía pensar que eran dos que se querían y ya, pero llamaban la atención y era imposible no mirarlos.
Ella era enorme y gordísima, apenas entraba en una silla. Enfrente estaba él, flaco y chiquito, como un punto diminuto frente a la mujer. Pero lo que más hacía ruido al verlos era cómo se miraban. Alrededor no había nada, sólo ellos.
La gorda y el flaquito se ubicaban siempre en la misma mesa, a la izquierda de la puerta. Estaban tan cerca de la calle, que cuando pasaba podía olerlos. La primera vez que los vi, crucé frente a ellos y aproveché para echar una mirada larga sobre la mesa. Desayunaban dos cafés grandes y medialunas de grasa y manteca. La gorda agarraba la mano menuda del flaquito mientras con la otra manaza se llevaba una medialuna a la boca de un solo bocado. Él le contaba algo y ella reía.
Siempre que los veía en el bar –nunca dos días seguidos, a lo sumo una vez por semana- charlaban, se miraban, se tomaban de la mano y reían. Sin embargo, un lunes nublado que iba con paso rápido al trabajo, me di cuenta que algo pasaba. La gorda estaba demasiado seria y se notaba que él trataba de agradarle. Ella tenía mirada de vaca triste. Los ojos saltones de la gorda parecían estrellados contra la cara. El flaquito trataba de convencerla de algo, no sé… La miraba con sus ojos de canario, apretados contra la nariz picuda. Me acordé de las vacas que veía en el campo cuando era chica, esos mastodontes sin gracia que se abanicaban con la cola los pajaritos que se les posaban como parásitos.
A los pocos días, cuando me los crucé, se habían amigado. Ella le festejaba con una risotada algo que él decía. El flaquito había apoyado su mano en el antebrazo de ella, como apretándola. La gorda se reía fuerte mientras el mozo les servía el desayuno. El flaquito tendría 40 años y ella otros tanto, aunque aparentaba más. Él estaba siempre vestido con camisa de Jonshon’s y pantalón pinzado, típico atuendo de oficinista, sin corbata. Ella usaba el mismo sweater negro o marrón de todas las mañanas, y pollera negra.
El invierno avanzaba con temperaturas bajo cero a las ocho de la mañana y los novios desparejos seguían susurrándose cosas, siempre tomados de la mano. Algunas veces más verborrágicos, otras más callados, pero juntos. Me gustaba verlos y me hice la rutina de elegir en el MP3 un tema perfecto para cuando pasara por el bar. Probé con Charly, El Flaco, Pink Floyd, Sabina, Los Redondos… Pero ninguno cerraba. Hasta que el Polaco Goyeneche cantó “Grisel” y ahí me dije: “es la canción de la gorda y el flaquito”.
Y fue inevitable crearme historias sobre ellos dos ¿Que si convivían? Supuse que no. Me imaginé que la gorda vivía rodeada de gatos y al cuidado de una madre enferma, probablemente ciega.
Al flaquito me lo imaginaba divorciado, con un hijo chiquito que ve muy de vez en cuando. Seguramente habitaba un monoambiente alquilado y sin luz.
Pensé que esas mañanas que nos cruzábamos, ellos amanecían juntos en algún hotel del centro, desayunaban y regresaban cada uno a sus vidas monótonas, grises, separadas.
Cuando el sol empezó a salir más temprano y ya no hacía tanto frío, noté que sus apariciones en el bar eran más esporádicas. Hasta el último día que los vi.
Esa mañana preparé el MP3 con otro tango. Elegí “Madame Ivonne” y cambié la voz del Polaco por la de Julio Sosa. Cuando me acercaba a la esquina de Alsina y 25 de Mayo vi que la mesa estaba vacía. "Hoy tampoco", pensé. Entonces avancé por 25 de mayo e inmediatamente los ví, fuera de su hábitat. Y tuve un mal presagio.
La gorda y el flaquito avanzaban por la vereda angosta de San Telmo. Iban tomados de la mano. Ella ocupaba toda la acera y él caminaba prácticamente por el cordón, a punto de caer al precipicio de la calle. Iban silenciosos y serios, muy serios.
Bajé a la calle para que pasaran. Inmediatamente me di vuelta para ver si entraban al bar. Se quedaron unos segundos parados en la entrada, dudaban. Entonces ella tomó la iniciativa y le soltó la mano sin explicaciones. Él intentó agarrarla nuevamente pero la gorda no quería. Sin palabras movió la cabeza para hacer un no, lo detuvo con la mano cuando él se le acercó y cruzó Alsina, sin mirar el camión que venía de frente y sin frenos.
La ambulancia tardó demasiado y ya no quise quedarme. Les dije que prefiero el morbo que trae besos, no desgracias.

miércoles, 24 de marzo de 2010

De bicentenarios y putas

¿Qué espera la puta?
¿A quién?
Recostada en la barra de un cabaret de mala muerte, juguetea con la colilla de un cigarro manchado de rouge. Tiene la mirada perdida, extasiada en un recuerdo… O en un olvido, quien sabe.
Usa peluca. Una melena rubia le cae sobre los hombros. Está mal acomodada sobre su cabeza y se pueden ver las canas que se le escapan de las sienes. Es que tiene muchos, muchos años. La puta huele a campo y a montaña, a riachuelo y a paco; y tiene la piel curtida por las cuatro estaciones. Sus ojos -mal delineados y con el rimel corrido- muestran una tristeza inabarcable.
¿Qué siente la puta?
Por su cama pasaron todos: indios, virreyes, curas, militares, aristócratas, villeros, intelectuales, artistas, buscavidas, empresarios y empleados administrativos. A muchos les dio placer, a algunos les vaticinó desgracias y otros se aprovecharon de ella y le dejaron el cuerpo y el alma hechos añicos. Pero ahí sigue la puta, firme como siempre, acodada en la barra. Fuma y espera.
¿Extraña la puta?
Tuvo muchos hijos, pero algunos se le fueron lejos, ya no la visitan y disfrutan de otras putas. Pero a ella no le importa y, aunque los extrañe, prefiere que sus hijos se forjen el futuro donde sea, como sea, a cualquier precio. Quizás siente que ya no tiene nada para darles y se pregunta: ¿Qué se puede esperar de una madre puta?
De golpe, deja de soñar despierta. El Barman del cabaret la saca de su letargo con un silbido y le hace un guiño con la cabeza.
Ella mira a su alrededor y ahí lo ve. Y aunque hace años perdió el porte, las mañas siguen intactas.
-Hola, amor ¿Me invitás un trago?
-...
-Soy una chica mala y no sé qué quiero ser cuando sea grande. Me llamo Argentina. ¿Me querés enseñar?

("Ramona espera", de Antonio Berni
Collage sobre madera, 1962)

miércoles, 17 de marzo de 2010

Viaje sin retorno


Hace cuatro años y 33 días me desperté a la mañana temprano, armé un bolso y me fui de viaje. Cerquita pero sin retorno. Iba a la clínica porque había algo adentro mío que ya no entraba, que quería salir. Era una persona, la misma que ahora me ve sentada en la computadora y, mientras dibuja, me pregunta sin mirarme:
“¿No que la sangre está abajo de los músculos?”
Le digo que sí y ella vuelve al ruedo: “Nosotros somos esqueletos por los huesos que tenemos en el cuerpo”, afirma y ahora se me acerca. No le importa si escribo en la compu, cocino o estoy en plena operación a corazón abierto: para ella estoy “siempre lista”. Entonces me habla como si yo fuera sorda, a dos centímetros de mi oreja y en pose de maestra ciruela: “Tenemos huesos en la cabeza, acá en lo duro”, dice y se toca el frontal.
La veo y me emociono. Y como desde que nació me prometí abrazarla y besarla siempre que me viniera el impulso, dejo de teclear, la agarro aúpa y la arrullo contra mi pecho, llenándola de besos. Todavía se deja. Tengo que aprovechar estos instantes a full.
Julia es una planta que no para de crecer y se convierte de a poco en un jardín infinito. Un chico de cuatro años sabe más cosas de las que imaginamos y, a través de sus ojos, aprendemos a ver el mundo de nuevo. Es una segunda chance que tenemos, imperdible…
Un chico de cuatro años vive en el descubrimiento constante y lo maravilloso es que ya lo puede verbalizar. Pregunta, repregunta y muchas veces sabe la respuesta y se contesta solito.
Un chico de cuatro años quiere saber de dónde viene y como funciona su cuerpo; empieza a conocer las letras y ya puede contar sin equivocarse hasta diez y algo más.
Un chico de cuatro años dibuja una persona completa y le hace expresión: puede hacer gente feliz, enojada o triste.
Un chico de cuatro años pregunta qué comen las serpientes y si le contestamos: “sandwichitos para víboras”, dirá: “No, en serio, ¿qué comen?” Entonces se le explica que comen ratones. Y el niño no siempre se pregunta si vivos o muertos, más bien le interesa saber cómo se los dan en la boca a las serpientes sin que te “coman” la mano.
Un chico de cuatro años entiende el concepto de muerte y no se asusta ni se persigna.
Un chico de cuatro años sabe de viajes, de distancias y direcciones. También entiende qué es el dinero, para qué sirve y cuando quiere algo entiende porqué no se puede comprar… O se resigna hasta encontrar una nueva oportunidad para pedir lo que quiere.
Un chico de cuatro años quiere verse de tal o cual manera, elije qué ponerse para qué y porqué. Puede jugar solo, compartir con sus pares, armar historias de juegos, ser la mamá, Ben 10, un superhéroe o una tía. También una princesa o un bombero.
Un chico de cuatro años sabe qué le duele o intenta explicarlo. Si se siente mal lo demuestra mucho más ahora que cuando era pequeño. Ya no intenta jugar aunque esté enfermo. Ahora prefiere descansar o dormir.
Un chico de cuatro años ya siente vergüenza, exige respeto, grita si se le grita y pega si se le pega. Puede tener gestos de amor hasta el infinito (… y más allá…), pero también puede demostrar menosprecio o desdén, aunque no sepa aún qué significa cada cosa. Es auténtico, todavía lo es.
¿Cuándo, dónde y porqué al disco duro le entran virus? ¿Quién o quiénes lo permiten? ¿En qué momento nos entran los programas "truchos-piratas" y la máquina se empieza a atrofiar? Si todo viene tan bien hasta ahora…
Este viaje no tiene retorno. Aprendo con ella ALL THE TIME. Algunas veces extraño tirarme en la cama con Ale para ver maratón de películas, leer cuando se me antoja, quedarme autista media hora escuchando una canción sin que nadie me interrumpa; andar por la calle, ver un cafecito y entrar porque “se ve interesante”, sin que me corra la hora para llegar al jardín.
Antes los mocos, la diarrea o la fiebre no me hacían mella y ahora tengo siempre ibuprofeno en la heladera y un termómetro que cuido como una joya valiosa. Ahora “la caca floja” me puede quitar el sueño.
Pero vale la pena, siempre. Este viaje es el mejor que hice en mi vida y le falta mucho camino por recorrer, todo flamante, sin pisadas previas. Y ahora me disculpan, pero tengo unas ganas sin frenos de besuquear a Coquito. Y una promesa es una promesa.

lunes, 8 de marzo de 2010

Prohibido leer sin audífonos

Scena finale

Volver fue fácil, hasta inconsciente.
Yo había vivido con el sol sobre mis espaldas durante seis años y cuando llegó el frío porteño respiré. Ese año, milagrosamente, nevó en Buenos Aires.
La Capital me fagocitó en cuestión de semanas. Quiera uno o no, Buenos Aires te zambulle en una vorágine imparable y algunas veces es imposible tomar distancia para ver mejor las cosas.
Esa tarde de julio yo salía del subte atolondrada, como zombi. Respiré junto con unas cuantas docenas de pulmones la hostilidad que se genera cuando se abren las puertas del metro y unos quieren salir y otros entrar. Inevitable…
Caminamos todos como autómatas rumbo a las escaleras fijas. Empezamos a subir y de repente… Los violines. Esas descaradas cuerdas jugaban junto a los molinetes.
Una mujer, un hombre y dos instrumentos parían la música que compuso el genial Ennio Morricone para el final de la película Cinema Paradiso. Era el tema de los besos para el Totó grande.
Todo pasó de golpe. La música me hundió más en el bochorno del metro. Primero se me aflojaron las piernas y sentí que las cuerdas de los violines me apretaban la garganta. En ese momento pensé en la gente que juega a asfixiarse para alcanzar una sensación de alucinamiento, casi un orgasmo.
A mi tampoco me llegaba oxígeno al cerebro y entré en trance.
Primero aparecieron escenas de la película, todas juntas, atropelladas. Las veía en Buenos Aires, donde disfruté la película de Giuseppe Tornatore una y otra vez. Mi Totó era porteño.
Después, como por arte de magia, las imágenes desaparecieron y quedó sólo la música.
Y ahora estaba en Mérida, el día que Ale me regaló el soundtrack de la película que escuchamos tantas veces. O esa vez que escuché a su hermano Felipe ejecutar el tema de los besos en violín, tirada en una hamaca en una casa de paredes rosa que no era la mía. Ahora Totó era yuca.
Tornatore y Morricone, estos dos atorrantes tanos, me jalaban de los pelos de acá para allá… Y pensé que morirse de asfixia podría tener su encanto.

jueves, 4 de marzo de 2010

Bésame, bésame poco...



Todavía lo recuerda como si fuera hoy y se le pone la piel de pollo.
Alejo Bayote, el yucateco adoptado por los argentinos, admite también que -de vez en cuando- el episodio le trae pesadillas, de esas que lo sientan de golpe tieso en la cama, con la garganta seca como lengua de loro.
Y aunque ya hace tres años que convive con rioplatenses, aún le pesa en el alma que los hombres -no importa de qué tamaño, edad, credo o condición social- lo besen a diestra y siniestra.
Cuando conoció a la familia de su mujer, allá por el año 2000, a Bayote no le llamó demasiado la atención que los hombres –el padre, el cuñado o el sobrino de la joven argentina- lo saludaran con un beso en la mejilla. “Costumbres familiares”, pensó el yucateco, sin ir más lejos.
Sin embargo el corazón le dio un vuelco cuando comprobó que los hombres que no eran parte de esa prole tenían la misma “maldita costumbre” (sic) de besarlo en la mejilla cada vez que lo saludaban.
Y era en vano. Cual contorsionista, Alejo Bayote echaba para atrás todo su cuerpo y estiraba el brazo hacia delante con la mano recta para saludar pero no había caso… Ahí nomás le agarraban la mano y de un tirón estampaban su carota con un beso. Y hasta ese momento eran todos familiares y conocidos hasta el día nefasto…
Con los primeros frescos del nuevo milenio, el yucateco pisaba por primera vez Buenos Aires. Sin papeles de residencia, trabajaba por las noches en un bar “cheto-fresa” de Palermo Hollywood. Todos los argentinos "progres" que laburaban con él lo adoraban. Quizás porque hacían un poco de “mea culpa” por tener a un latinoamericano trabajando de lo mismo que ellos hacen cuando viven en Europa: de lavacopas.
Cuando el bar cerraba y terminaban las tareas de limpieza, los empleados, dueños y clientes preferenciales, compartían en sana convivencia unas copas acodados en la barra. Ese día Bayote tomó distancia para analizar la escena. Como un antropólogo en plan de investigación, se ubicó en su panóptico (la punta de la barra) desde donde observaba detalladamente cómo se movían los sudacas: se clavaba en diálogos, gestos, exclamaciones y silencios. “Coño, tan al sur que están y son tan cálidos…”, pensaba.
“Bueno, ya me voy, che”, dijo un cliente VIP del lugar. Desde su púlpito, Bayote vio como el canoso bigotón vació de un trago su whisky y comenzó su peregrinación de besos y abrazos alrededor de la barra. “Mare, que no se acerque”, pensó el meridano al borde de un ataque de pánico. “No me conoce, no me puede besar”, insistía mentalmente, mientras debajo de la barra apretaba sus puños ajados por el detergente.
En cada instancia del “vía crucis” de besos, el canoso charlaba con el besado… Y continuaba… Hasta que llegó a la punta de la barra.
Bayote pensó en ponerse de pie y huir al baño, pero era demasiado tarde. La mano del bigotón ya estaba apoyada en su espalda. Alejo sudó frío y prefirió no mirarlo. En ese abrazo incompleto, el argentino seguía charlando con otros sobre fútbol. Bayote sintió el calor de la mano sobre un omóplato. Lo quemaba. Entonces se movió. Evidentemente despertó al canoso de su densa charla futbolística, miró a Bayote a los ojos, le puso la mano desocupada detrás de la nuca y acercó la amplia cara del yucateco a su boca. Involuntariamente o no, en ese preciso instante Bayote optó por dejarse llevar por el momento. En su mejilla izquierda sonó un chuick fuerte, de labios completos.
Cuando el canoso se fue y las piernas de Bayote dejaron de temblar, caminó presuroso al baño. Se miró un largo rato en el espejo. “Ya no soy el mismo”, repetía una y otra vez, sin voz.
A casi diez años del evento, sorprendimos a Bayote al despertar de la siesta para entrevistarlo sobre los besos. Mañoso al principio porque le quitamos su mantita azul como amenaza para que contestara las preguntas, el yucateco accedió a relatar sus vivencias. Eso sí, pidió que no lo fotografiáramos (sólo aceptó autoretratarse para ilustrar este texto) y contestó las preguntas con la máscara de El Santo puesta. Este es el resultado:
¿Qué sensación primaria, de puro instinto, te genera que los hombres se besen?
Re-cha-zo.
¿Qué balance hacés desde tu llegada al día de hoy respecto al tema?
Pasó de ser un espectáculo de postal a ritual necesario. Ahora se no me besuquean soy yo quien se siente rechazado (béseme hombre, béseme).
¿Te gustan hoy en día todos los besos entre hombres o algunos los podrías suprimir?
Me gustan poco los besos sean de hombre, mujer o caballo... Mi abuela se lavaba la cara apenas la saludaban de beso, sin importarle la visita besuquera a sus espaldas.
¿Aconsejarías a los mexicanos o yucatecos que se besen entre ellos?
El concepto no pega ni con moco. Imagínate la escena: vas llegando a la cantina y tienes que besuquear media docena de cachete sudoroso con gusto a caguama bajo el sol de las tres de la tarde. Es un precio muy alto por una cerveza entre amigos…
¿Te sentís distinto desde que te besás con hombres?
Si pienso demasiado en el asunto se me quita el hambre. Así que prefiero relajarme para aflojar el cachete, y seguir comiendo bondiola, a falta de chicharra.

lunes, 1 de marzo de 2010

Te quiero "a la antigua"


El corazón dejó de latir y la vidriera se puso triste.
Con el cambio de mes y la próxima llegada del otoño, la flamante vinería Winery de San Telmo– en Avenida Belgrano esquina Balcarce, Capital Federal- quitó de su escaparate el gigante corazón de post-it que había armado para el 14 de febrero, Día de los Enamorados.
Era un cuore muy especial: pegaron los post-it por dentro, formando un corazón de colores. Y por fuera tuvieron la excelente idea de pegar post-it vacíos, al alcance de la mano del transeúnte. Al lado del gigante órgano, uno tenía una lapicera atada con una soguita para que, cada quien a su antojo, llenara un post-it con un mensaje.
Había de todo desde: “Chuchi te amo” (firma: Javo), hasta estrofas de canciones ("All you need is love, papararará") sin dedicado/a; o declaraciones más osadas ("En tu día vení que te hago un camisón de baba"), sin remitente.
El corazón latió y se llenó de mensajes desde el 14 hasta el viernes 26 pasado (fecha en que tomé esta foto con el celu) y nadie lo desarmó, ni se afanó los post-it, ni destruyó en sí la idea. Y era fabuloso ver a la gente pasar, en medio del trajín del microcentro, y detenerse a leer las notitas, como si el tiempo se congelara. En el nuevo milenio del mensajito de texto y de voz, los escritos de puño y letra cautivaron.
Ojalá que el viaje al curro se llenara todos los días de estos pequeños instantes de felicidad. Ojalá que nos detengamos a vivirlos.