De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

sábado, 24 de abril de 2010

La ciudad de la furia

Cuando llueve en la ciudad donde nací, hay olor a tierra mojada. En serio.
Recuerdo inviernos muy crudos. Nos levantábamos con mi hermana Sole para ir a la primaria y en la calle los charcos estaban escarchados. Volvíamos solas de la escuela en colectivo y, cuando éramos más grandes, en bici o caminando.
Nací en un lugar donde jugábamos en la calle hasta tarde. Uno se perdía en bicicleta y no hacía falta que te ubicaran por celular porque, tarde o temprano, encontrábamos el camino de vuelta. Cuando éramos adolescentes con Decu, mi mejor amigo varón, nos quedábamos hasta la madrugada tirados panza arriba en el pasto, mirando las estrellas y alucinando sueños guajiros.
Mercedes se llama la ciudad donde viví hasta los 19 años. Aunque está a sólo 100 kilómetros de Capital Federal (donde vivo ahora), es un lugar tranquilo, que le escapa a la locura de la City Porteña. Los fines de semana la gente pasea por el centro y las plazas se llenan de chicos. En el legendario bar "La Recova", frente a la Plaza San Martín y la Catedral, ponen mesitas afuera y en verano se pone re lindo.
Mercedes tiene mucho campo, vacas y una historia que data de principios de 1800. Cuenta con numerosas escuelas (públicas y privadas), Tribunales, Curia y hasta una sede regional de la Universidad de Buenos Aires.
Como es un lugar chico, la gente se conoce y la mayoría está al tanto de la vida del otro. De lo bueno y lo malo. En una ciudad así es probable que fulano haya estudiado con mengano hace 30 años y ahora sus hijos compartan banco en la escuela con sultanito, novio de la hija de mengano y primo lejano de fulano. Dicen que el mundo es un pañuelo…
En “190 formas de ser mercedino” (está en Facebook), el escritor mercedino Hernán Casciari nos describe de una manera divertidísima: “El mercedino cartógrafo: incapaz de dar una dirección diciendo la calle y el número. Si un forastero le pregunta dónde queda la Municipalidad, no responde calle 29 nº 555. Dice:'Agarre por ahí como yendo al Molino Cores, y dobla justo donde lo mataron a Liberanome; después le mete derecho como quien va al Capurro hasta que se encuentra una casa grande... Ahí es'”.
Mucha gente que conozco estudió y/o trabajó en Capital Federal y luego, cuando formó su familia, regresó a Mercedes para criar a sus hijos en una casa grande, al aire libre, sin tanto stress. En definitiva, buscaron lo que ellos vivieron cuando eran chicos. Otros eligieron no irse nunca.
Hoy hace dos semanas Mercedes fue noticia. En este caso no fue por la Fiesta del Salame ni porque coronaron a la Reina del Durazno. Un grupo de chicos mercedinos de entre 17 y 20 años mató a golpes, patadas y cintarazos a un chico de 26 años, oriundo de Olavarría, Buenos Aires. José Darío Duarte había entablado conversación con dos chicas mercedinas en el boliche Le Front (foto) y, cuando salió, el grupo de chicos lo abordó. Sin demasiadas palabras, comenzó a agredirlo. Literalmente lo reventaron a golpes y se fueron.
José quedó tirado en la calle hasta que una ambulancia lo vino a buscar. Peleó por su vida dos días hasta que colgó los guantes. Ahora descansa en su tierra, de donde había salido hace poco más de un mes para trabajar en Mercedes.
Dicen que hay detenidos. También hay manifestaciones y marchas en repudio al crimen. Trascendió que los chicos asesinos van a un colegio católico y, supuestamente vienen de “familias bien”, de casas donde se debería enseñar muchas cosas, menos lo que hicieron.
Esto no fue una novedad para mí. No presencié nunca muertes, pero a pesar de que le llevo 20 años a los chicos asesinos, también viví situaciones sumamente violentas a la salida de bares o boliches. Y no siempre de 10 contra 10. La desventaja era una constante. Y si no eras de ahí, mejor andar acompañado…
Mercedes es un lugar lindo y tranquilo para vivir. Sin embargo existe una violencia subcutánea que ahoga. Ayer y hoy, y ojalá que nunca más.
Hay que aprender a escarbar un poco -aunque no guste y aunque duela- para ver qué hay debajo de todo esto. Hay que preguntarse qué le enseñamos a los chicos no sólo en la escuela, sino en el primer hogar, entre esas cuatro paredes donde aprendemos a comer y a caminar. Donde nos dan el primer beso y abrazo y donde nos retan si nos portamos mal. Aprendamos a preguntarnos quiénes son nuestros viejos y qué fue de nuestros abuelos. Y, porqué no, si nuestros viejos o abuelos alguna vez vivieron una situación tan horrenda como la que ocurrió hace 15 días. Seamos autocríticos y críticos. Averiguemos si es necesario vivir así o de otra forma, una sin duda mejor. La punta de ovillo la tenemos ahí, ante nuestros ojos.
José Darío Duarte, que en paz descanses.

viernes, 16 de abril de 2010

De paternidad, cronopios y Bayotes (I)

"Un cronopio es una flor, dos son un jardín".- Julio Cortázar.

En el capítulo “Educación de Príncipe”, del libro “Historias de Cronopios y de Famas”, Julio Cortázar cuenta : “Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y ocurren cosas extraordinarias”.
El magnífico escritor argentino no conoció nunca a Alejo Bayote, pero da la sensación de que se inspiró en él para hablar de la paternidad. Y de los cronopios también.
Bayote, el yucateco hereje que a pesar de beber agua de pozo abandonó su tierra, tampoco tuvo el placer de conocer a Cortázar. Y sin embargo lo adora. Y quizás por eso se fue a vivir a Argentina. Y más aún: le puso de nombre Julia a su primogénita.
Pero vamos por partes ¿Qué es un cronopio y en qué se parece Bayote a uno de ellos? Según Cortázar los cronopios son seres húmedos y verdes. Bayote suda mucho y tiene los ojos del color de la albahaca. El escritor también los describe como criaturas idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales: un calco del yucateco, quien todavía piensa que El Santo (El enmascarado de Plata, claro) salvará el mundo, deja las cosas en cualquier lado y luego pierde la memoria, llora cuando escucha tal o cual canción y añora desayunar una torta (sándwich) de cochinita con una Coca Cola a las 10 de la mañana.
Cortázar también dice que los cronopios tienen hábitos e inclinaciones artísticas y usted lo puede ver a Bayote, despierto a las tres de la mañana, porque le dio hambre de acuarela o tinta china y se pone a pintar…
Pero volvamos al principio para ir al grano.
Como buen cronopio, Bayote pensaba que la paternidad no era lo suyo y aunque le decía a la joven sudamericana “El nené ya vendrá, el nené ya vendrá”, empezaba a dudarlo seriamente. "¿Y si nunca llega?" Se preguntaba muy en su interior, evitando mirar a su ansiosa esposa por miedo de que ella le leyera la mente.
Y un día llegó. La noticia vino en un sobre blanco que tenía adentro un análisis que decía así: negativo/negativo/negativo/negativo/negativo, y al final POSITIVO. Entonces el doctor les dijo que un bebé crecía en la panza de su mujer y Bayote empezó a cantar, como los cronopios, sin ton ni son, sin rima ni afinación, como un loco infartado de amor.
Y los meses pasaron veloces y un día el médico le explicó: “Ya es hora de conocer a la nené”. Entonces le dio a Bayote una bata “verde cronopio” (que es un color verde clarito), le puso un gorro pequeño (como todos los gorros que se prueba Bayote) y un barbijo. Después le dijo “Tú espera aquí” y Bayote se puso, como los cronopios, a perseguir con la vista una baba del diablo.
Aunque los cronopios son seres fáciles de impresionar, cuando Bayote entró al quirófano ni caso hizo de la panza abierta ni de la sangre, sin embargo pegó un alarido cuando vio a la personita que salía de adentro de la joven sudamericana. La pequeña ronroñeaba como un gato y, apenas la pusieron en sus brazos, dejó de llorar.
Bayote no pudo contener su propio llanto y le dijo a la niña, moqueando: “Buenas salenas cronopio, cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado, el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos”. La pequeña tenía sólo un minuto y medio de nacida.
Ante el estado catatónico del yucateco, los médicos extrañados le sacaron a la niña de los brazos y lo enviaron a la sala de espera. Cuenta Bayote que cuando salió del quirófano sentía que medía tres metros.
Desde ese día, hace ya cuatro años y dos meses, Bayote sufre cada tanto breves desmayos de amor por la pequeña Bayote y, como los cronopios, “No puede ver a su hija sin inclinarse profundamente ante ella y decirle palabras de respetuoso homenaje”.

lunes, 12 de abril de 2010

Marylin está armada

Marylin viaja todos los días con un arma blanca en la cartera.
Toma el subte temprano en Los Incas y siempre viaja sentada. Lleva en su bolso de cuero negro, además del cuchillo –marca Tramontina, con filo de sierrita y mango de madera- un neceser, algún libro de autoayuda (ahora lee “Gente Tóxica”, de Bernardo Stamateas), la billetera con poco dinero y el tupperware con el almuerzo para su día laboral.
En realidad, el cuchillo que lleva acompaña a un tenedor, ya que todos los días almuerza en su lugar de trabajo. Las sobras de la cena del día anterior se convierten en la comida de su mediodía laboral.
Marylin tiene 50 años, está sola y aburrida. Lleva una vida monótona y, aunque vive rodeada de gente –sus hijos, algunos familiares y compañeros de trabajo- siente una soledad que le carcome los huesos. Hace años se divorció de un esposo que se olvidó muy pronto de sus derechos y deberes de padre. Y eso a ella le hace mella.
Vive en una casa alquilada porque la que compró con su ex ahora le pertenece al banco. Entonces todos los meses padece la angustia de llegar a fin de mes con la mayor dignidad posible. “Yo no importo, pero que a los chicos no les falte nada”, piensa Marylin sola, terriblemente sola. Aunque son grandes, sus tres hijos todavía viven con ella y entre todos comparten gastos.
Trabaja desde hace años en un empleo de atención telefónica a clientes que ya le quitó la sonrisa. Pelea cuerpo a cuerpo un aumento de sueldo con chicas que cuentan con la mitad de años que ella y que, además, estudiaron y son exitosas. Marylin se queja siempre, todo el tiempo, sola o acompañada; cuando se despierta y cuando se va a dormir; cuando trabaja y los domingos que descansa. Porque, además de estar sola, Marylin está harta.
Y odia. Odia al Gobierno, a los que tienen plata, a los que aparecen en la tele; odia hacer colas para todo, esperar, comprar con aumentos, pagar sin descuentos, viajar, comer y engordar, dormir y despertar.
Marylin también sueña, dormida y despierta. Su mamá le puso el nombre de la Monroe porque se la imaginó glamorosa pero, excepto por el cabello teñido de rubio platino, su hija siente que la decepcionó. Por eso a esta mujer de medio siglo le gusta soñar qué sería de su vida si hubiese hecho tal o cual cosa. O si no la hubiese hecho. Y se llena la cabeza de porqués todo el tiempo: ¿Por qué me casé tan joven? ¿Por qué no terminé la facu? ¿Por qué corté con Carlos, si él me quería de verdad? ¿Por qué tuve hijos? ¿Por qué él ya no me quiere? ¿Por qué…
La Policía la detuvo en la estación Carlos Pellegrini, donde una turba manifestaba en contra de la huelga de Metrovías. Esa tarde Marylin esperaba el subte para regresar a su casa y la manifestación se lo impedía. Entonces se enojó.
Sin saber cómo ni cuando, sacó de su cartera el tramontina y, enajenada, traspasó la valla que separaba a los pasajeros de los empleados del metro. Hirió a tres. Ella también se lastimó, pero dice que no le duele y mucho menos le importa.
Como sus hijos no pudieron pagar la fianza, hoy duerme tras las rejas y sueña despierta que toma champagne en una bañera llena de espuma, mientras suena un teléfono blanco que alguien atenderá por ella.

martes, 6 de abril de 2010

La mala palabra

Cuando Alejo Bayote se enoja, emerge de su capullo azul desgarrado, los ojos verdes se le inyectan de sangre, revolea los brazos y grita.
Y si está muy pero muy enojado suelta como un látigo una palabrota, de esas densas que aprendió en su tierra. Y ahí surge el problema.
¿Por qué?
Porque cuando insultamos, lo hacemos para lastimar al otro. Esa es la premisa. Y ese es el problema del yucateco. No hiere.
Su dilema comenzó cuando se fue a vivir a Argentina, hace ya diez años. Un día, discutiendo acaloradamente con su joven mujer sudamericana, Bayote se hartó y lanzó un gutural “Vete a la chingada”.
Su mujer lo miró, esbozó una sonrisa socarrona, se encogió de hombros y le dijo: “¿Y eso con qué se come?”
Entonces se dio cuenta de que estaba más solo que Adán en el Día de la Madre. Como balde de agua helada, le cayó encima su condición de migrante, de apátrida, de paria de la mala palabra; y sintió una necesidad atroz de juntarse con los suyos, aunque más no sea para insultarlos.
“¡¿Cómo le explico?!”, pensó Bayote, desesperado.
Entonces desempolvó su viejo baúl verde y del fondo sacó un libro que guarda –como todos sus libros- como una reliquia. Se llama “El laberinto de la soledad” y lo escribió un señor maravilloso que se llamaba Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura.
-Lee esto y después hablamos seriamente tú y yo- le dijo a la argentina y salió a la calle a morirse de frío. Afuera hacía 22 grados.
Cuando su esposa abrió el librito, vio que estaba marcado en la página 72, bajo el título “Los hijos de la Malinche”. Y desde ese momento ella amó a Paz.
“¿Qué es la chingada?”, se preguntó el Premio Nobel. Y se contestó: “Ante todo es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica (…). La chingada es la madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El ‘hijo de la chingada’ es el engendro de la violación, del rapto, de la burla”.
Y como Octavio es un señor universal, le dio por su lado a la argentina, ignorante del insulto mexica: “En Chile y Argentina se chinga un petardo cuando no revienta, se frustra o sale fallido (…). Un vestido desgarrado es un vestido chingado”. La sudamericana respiró, no estaba tan errada.
Y ahí Paz le ofreció, servida en bandeja, la comparación con “su” propio insulto, el que ella y sus coterráneos usan habitualmente: “Si se compara esta expresión con la española ‘hijo de puta’, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano es ser fruto de una violación”.
“Ups, esto es grave”, pensó la sudaca.
Y el Nobel continuó: “Cuando decimos ‘vete a la chingada’, enviamos a nuestro interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Al país de las cosas rotas y gastadas (…). La chingada, a fuerza de su uso, de significaciones contrarias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por gastarse, agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra hueca. No quiere decir nada. Es nada”.
“¿Entonces adónde me envió este hombre de cabeza grande y mirada arrebatada?”, pensó la sudaca, envuelta en dudas. Porque cuando ella se enoja, envía a alguien a un lugar determinado. Por ejemplo, si es un insulto liviano el que eyecta de sus labios, manda a alguien “a freír churros”, lo cual no es grave. Ahora, si se enoja en serio, lo envía directamente “a la mierda”, un lugar sucio, con olor feo, realmente desagradable.
La argentina pensó, pensó y pensó hasta que se aburrió. Entonces se hizo mate, encendió la tele y sintonizó Seinfeld, una de sus series favoritas.
Cuando Alejo Bayote se cansó de caminar y tener frío, regresó. Pensaba encontrar a la sudamericana envuelta en lágrimas, con un perdón a flor de piel.Pero no.
-Hola, ¿querés mate?- le dijo ella, sin mea culpa.
“¡Qué horror!, que mujer insensible, ¿qué hay que hacer para lastimarla con la palabra?, vivo con Medusa”, pensó él, mientras observaba con asco el líquido verdoso y humeante que ella le ofrecía y que él sabía que le quemaría las entrañas.
-No, no quiero- dijo Bayote, rotundo. Y se animó a preguntar:
-¿Leíste lo que te di?
-Ah, sí, Octavio Paz, qué maravilla. Gracias por compartirlo conmigo…
-Pero…
-¿Pero qué?
-¿Y la chingada?- cuestionó, sin preámbulos.
-Ah, eso, sí…Estuve un rato allá, al lugar remoto donde me enviaste cuando te enojaste. Pero como no había nada me aburrí y regresé ¿Querés ver la tele?
Como un castillo de naipes, el mundo de Bayote se desmoronó. Y tuvo un soponcio por primera vez en su vida. Cuando despertó sabía que todo sería inútil si quería continuar su vida con esa mujer y, peor aún, en el país donde ella vivía. Tenía que empezar de cero, aprender de nuevo la mala palabra, en definitiva: reinventarse.
Después de tres mates que le quemaron las tripas, Alejo sin mirarla, le preguntó:
-¿Me harías una lista de malas palabras argentinas? Creo que voy a necesitarlas.
Ahora Bayote ya está actualizado y sabe perfectamente qué, cuándo y cómo decir cuando quiere lastimar con la palabra a un argentino/a. Sin embargo, cuando se enoja y le entra la nostalgia, se encierra en la cocina con el gato Marty –a quien no le tiene mucho cariño- y le suelta una sarta completita de insultos mexica-yucateco-mayas. El gato blanco y negro se queda mirándolo, impávido; y Alejo siente que, por dentro, Marty está hecho trizas. Y lo mejor de todo es que siempre –indefectiblemente- el yucateco tiene la última palabra.