De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

lunes, 7 de junio de 2010

N.N.

Lo primero que sintió al despertar fue un tremendo olor a podrido. No había abierto aún los ojos –sabía que el despertador no había sonado- y su olfato dio la señal de alarma. Algo estaba mal.
Con los párpados aún cerrados trató de identificarlo: parecía olor a muerto, podredumbre de días y días al sol. Tenía que tomar coraje pero no podía, entonces se le ocurrió una idea: optó por el tacto. Tanteó con miedo las sábanas buscando vaya a saber qué. Ningún bulto se interpuso en su camino y la tela que lo cubría estaba seca. Sin embargo, cuando subió la mano a la altura de su cabeza, sintió que algo viscoso y tibio se le enredaba en los dedos. Levantó rápidamente la cabeza de la almohada, abrió los ojos y trató de enfocar. Estaba oscuro y no vio nada.
Saltó de la cama y cayó parado como un gato a centímetros de la llave de la luz. De un golpe la encendió. Cuando la visión se hizo clara pudo ver –desde el metro y medio de distancia que lo separaba de su cama- una pasta viscosa que cubría el lado izquierdo de su almohada. Reconoció con espanto que esa materia correspondía directamente a lo que colgaba –gelatinoso- entre sus dedos. Lo llevó a su nariz, era ese olor.
Inmediatamente se le cruzó por la cabeza que alguien estaba en su casa, que alguien le quería hacer mal, que ese olor inmundo le era impuesto. La idea se esfumó tan pronto como comprobó que no había nadie y cayó en la cruda realidad de que el del olor a muerto era él.
Con la mano limpia se tocó la cara y cuando pasó el dedo por la oreja descubrió el origen de la tragedia: del oído izquierdo supuraba ese líquido amarillo, con diminutos puntos negros, que olía horrible. El espejo del baño lo terminó de confirmar: esa sustancia extraña caída de su oreja y le llegaba al cuello. Juntó fuerzas, la limpió rápidamente con un papel higiénico y la tiró al inodoro. Luego sacó un algodón del mueble del baño y tapó el agujero. Sólo ahí dejó de escuchar. El oído estaba totalmente tapado “¿Qué tengo?” Dijo en voz alta. Tenía la voz quebrada. No había dolor, sólo miedo.
Norberto Noria era un tipo de rutinas. Como todas las mañanas levantó la persiana del departamento 3º. B que daba al pulmón del edificio. La luz de las primeras horas de la mañana se metió en el monoambiente que heredó de su madre hacía 10 años. Puso café a preparar y encendió la ducha. El agua corría fuerte pero él casi no escuchaba.
Entró en la bañera y como todos los días empezó a enjabonarse. Recorrió con las manos sus genitales pero no tuvo energías de masturbarse. Se sentía cansado, pesado, aturdido.
Se sacó el algodón de la oreja e intentó lavarse pero fue peor. Ahora no sólo estaba sordo, sino que un zumbido le martillaba la cabeza. Salió de la ducha a medio bañarse. El líquido viscoso seguía supurando del oído y ahora no sólo lo podía oler, sino también lo sentía en la garganta. Era tan repugnante que las arcadas le ganaron. Sin embargo no vomitó. Se tapó el oído nuevamente, se vistió con el traje azul y tragó un sorbo el café. Ahora el gusto en la boca era otro, un alivio…
El reloj marcó las 8:15 a.m. y ya era hora de salir. Noria, empleado administrativo de contaduría de la empresa “Famex” desde hacía 25 años, pensaba en el balance trimestral (“Los números no cerraban desde hacía dos días”), en su jefe, el joven y prometedor contador Parrota (“reventado, cómo me gustaría verte muerto”), en sus compañeros Grimaldi y López (“Váyanse con su fútbol a la concha de su madre”) y en Graciela (“Estás hermosa hoy con ese culito y esas tetas, me aturdís nena, aunque podría ser tu papá…”).
Cuando subió al subte –repleto a esa hora- empezó a sentir nuevamente el gusto a podrido en la garganta. Apretó la quijada lo más que pudo y ajustó el algodón en la oreja. ¿Podría sentir el chico punk conectado a su mp5 el olor que salía de él? Pensó que no, lo veía demasiado dormido para percibir sensaciones. ¿Y la vieja del bolso verde? Tampoco, en esos momentos ponía todas sus energías en conseguir un asiento, a cualquier precio. El subte arrancó y Noria se sintió mareado. Trató de focalizar en el titular del Clarín que leía el hombre sentado delante suyo pero no pudo. Sintió que se le nublaba la vista.
Entonces pensó en Graciela e imaginó, como tantas veces, esa escena. Él acercándose al escritorio de su compañera desde hacía tres meses –una pasante de 22 años, estudiante de Marketing- y le decía: “Graciela, ¿vos me querés?” Ella se ruborizaba, se arreglaba la pollera corta, le tocaba la mano (como esa vez, cuando le alcanzó el formulario 582) y le decía “Sí, Norberto, y te deseo desde siempre”. Después la escena se repetía, los dos besándose en la cocina de la oficina, él apoyándola contra la heladera, ella excitada, pidiéndole más…Pero no, algo andaba mal.
“Señor ¿Se siente bien?”, preguntó el chico punk del mp5.
“¿Qué?”, preguntó Noria, sordo, tratando de focalizar en el piercing que el chico tenía en el labio superior.
“Tiene la oreja lastimada”, le dijo el chico, con cara de asco.
En ese instante todos se voltearon a verlo con la misma expresión de repulsión. Noria no contestó, trató de acercarse a la puerta, empujó gente, pidió perdón y, como pudo se bajó, lleno de insultos que no podía escuchar.
Cuando el andén quedó vacío caminó rumbo a las escaleras pero ya no pudo seguir. Se apoyó en una pared, sacó un pañuelo, se limpió el cuello y después vomitó. La gente lo esquivaba como un perro sarnoso.
Como pudo se acomodó en un hueco de la escalera y ahí se quedó, mudo de miedo y vergüenza. Estaba bien vestido pero olía mal, así que lo viajeros que iban y venían lo tomaron como un linyera o un borracho más. En el trajín de gente, alguien le sacó la billetera y él no pudo reaccionar, como tampoco cuando le quitaron los zapatos. “Estaban viejos ya”, pensó.
Volvió a vomitar y sintió mucho frío. Ya no podía pararse. Pensó en el balance que no había terminado, en Parrota dudando de su ausencia, en López y Grimaldi, olvidándolo como siempre, en plena discusión por el Superclásico y minas tetonas; y en ella, otra vez en ella. “Sí, te quiero bobo, ¿no te das cuenta?”, le decía Graciela al oído, y ya no había podredumbre, ni nada…
Lo encontraron cerca de las 10 de la mañana, muerto al costado de la escalera. Sin identificación, ni parientes ni amigos que lo extrañaran, fue a parar a la Morgue Judicial. En el dedo gordo del pie le colgaron un cartel con sus iniciales: NN.

3 comentarios:

  1. jajaja te puede el morbooo!!!
    Me encanto!!
    sera que tambien me puede a mi?

    Agus

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  2. Buena historia Cecilia. Me gustó mucho quizá por lo sombrío (un tema así tengo en la cabeza) Me gustaron mucho las partes en paréntesis...geniales. Seguro que son expresiones sudacas

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