De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

lunes, 3 de mayo de 2010

Un whisky en el cielo

¿Qué se sentirá ser colectivero?
¿Qué se le cruza por la cabeza a ese hombre de uniforme azul, que timonea un volante grandote y lleva a un montón de gente de acá para allá, una y otra vez?
¿En qué piensa un colectivero mientras maneja?
El miércoles pasado el subte estaba interrumpido y yo tenía que llegar en un periquete a Malabia y Corrientes. Entonces me subí al 109, que me dejaría en la dirección exacta.
Como tenía media hora de trayecto, me puse a observar sin demasiado detenimiento (ya me ha pasado que no me doy cuenta y me quedo mirando a alguien o algo más de lo debido…) a mi alrededor. Y ahí apareció la escena.
Del lado derecho del chofer, a la altura de sus piernas y debajo de la máquina donde marcan los boletos (foto), había una especie de mesita con base espejada, cubierta cuidadosamente con un mantelito blanco, de puntillas. Sobre ella descansaban, en tamaño miniatura, dos botellas de whisky, un vaso y un cenicero. Todo vacío, como de juguete.
Uno miraba la escena del tipo al volante de la gran máquina, esquivando taxis e insultos, subiendo y bajando pasajeros y algo no cerraba ¿Qué hacían las botellitas, el vaso y el cenicero ahí?
No se puede negar que parte del folklore de los colectiveros argentinos es decorar su lugar de trabajo. Normalmente optan por banderines de clubes de fútbol, corazones de vidrio con nombres de féminas, peluches, calcomanías, estampitas religiosas, etc. Pero ¿Una mesita con botellas, vaso y cenicero? ¿Es adorno nada más? ¿Qué quiere recrear este hombre? ¿Está jugando o es de verdad la escena? ¿En qué cápsula del tiempo me metí? ¿El realismo mágico porteño existe?
Entonces me acordé del Capitán Beto.
El 1976, cuando Luis Alberto Spinetta armó la banda Invisible, compuso un tema grandioso que pasó a la historia. Se llamaba “El anillo del Capitán Beto”.
El Flaco se refería a él como “un astronauta argentino”, ex colectivero. La nave del Capitán Beto era de fibra de vidrio y fue hecha en Haedo, Buenos Aires. El comando estaba adornado con la foto de Carlitos (Gardel, ¿Quién otro?), un banderín de River Plate y la estampita (“triste”) de un santo.
En la cabina de la nave, Beto regaba los malvones y estaba triste, muy triste. Sin brújula y sin radio, hacía 15 años que navegaba por el espacio y su destino era “precario”. Para colmo, sabía que jamás volvería a la tierra y extrañaba todo, desde el silbido de un tango, hasta a su madre. “¿Por qué habré venido hasta aquí, si no puedo más de soledad, ya no puedo más de soledad?”, se preguntaba, amargado.
La historia no tiene un final feliz. El Capitán Beto tenía un anillo que lo inmunizaba de todo… Menos de la tristeza. Pero averíguenlo ustedes mismos (http://www.youtube.com/watch?v=hMoqcLAni28).
Y volví otra vez a la pregunta del millón “¿Qué se siente ser colectivero?” Vivir a diario la misma realidad transitada una y otra y otra y otra vez, monótona, gris, de un tiempo determinado, de recorrido que se repite hasta la finitud de la jornada laboral… Y vuelve a empezar.
El colectivero, como el Capitán Beto, se lanza todos los días al espacio y recorre su lugar en círculos, como perdido. Sale y regresa siempre al mismo sitio, sin chance de reinventarse en el trayecto. A lo sumo puede cambiar el ambiente exterior, claro. Un edificio nuevo en Córdoba y Lavalle, una marcha que corta el tránsito para hacer bilis, un accidente para recrear el morbo, unas chicas lindas que suben y lo saludan, pero nada más. Siempre hay que regresar al mismo y por el mismo lugar.
Y mañana otra vez.
Y al día siguiente…
Es como vivir en una burbuja que no va a ningún lado.
Y ahí está la mesita espejada con las botellas, el vaso y el cenicero. Quizás que esa recreación en la cabina del colectivero –como los malvones del Capitán Beto- sea “su” cable a tierra, como si llevara su casa a todos lados ¿Para no perderse? Es probable. Tal vez esa "instalación" tan fuera de contexto para mí, sea para el colectivero las miguitas de pan que le enseñan cómo regresar siempre a casa y no morir, como Beto, de tristeza.
Ya a esta altura del viaje y de mis cabilaciones, la angustiada era yo. Por el colectivero, por el Capitán Beto y por mí. Porque los tres somos argentinos y nos gusta ponernos tristes, aunque nos haga mal. Porque como resaltó el filósofo español José Ortega y Gasset hace casi un siglo, los argentinos tenemos un “fondo de descontento y tristeza, de extraña insatisfacción”, que acarreamos siempre, desde que nos emancipamos. Porque nuestro existir es un puro afán que se consume –como el viaje del colectivero, como el del Capitán Beto y quizás el mío también - en sí mismo sin llegar a su logro.
"¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?", se preguntaba el Capitán Beto. Quizás que por buscarte, cielo, damos vueltas en círculos y nunca llegamos a ningún lado.

2 comentarios:

  1. Entonces te salió lo filósofa...Creo que todos somos colectivero en algún momento pero lo disimulamos con eso de la creatividad en hacer las cosas de distinta manera. Pero vista la cosa como tú ahora creo que es difícil decirle al colectivero que se reinvente ¿o no?

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  2. ahora entiendo el artìculo del viernes 16 de abril de 2010
    "De paternidad, cronopios y Bayotes (I)"

    jajaja FELICITACIONESSSSSSS!!!

    Jorge

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