De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Ocupas del infierno

Me considero un tipo solitario, que disfruta de sus ritos.
Estoy de acá para allá todo el día, haciendo gustoso mi trabajo. Cuando llego a casa (“Home sweet home”), me encanta quitarme los zapatos, desnudarme, servirme un whisky y tirarme en mi mullido sillón de cuero púrpura. Me gusta cómo se siente el roce de mi piel con la del sofá, es realmente placentero. Entonces finjo brindar con alguien –preferentemente estoy solo, nunca mal acompañado- y de un trago me bebo el vaso. Y pienso “Esto es vida”. Después me hundo en la nada por un largo rato.
A oscuras y con el fuego encendido, claro, es como más disfruto de estos momentos. Sin embargo, desde hace semanas, la soledad me esquiva. Y para un tipo de ritos como yo, esto es francamente insostenible.
Pero no me puedo quejar. Aunque ellos hayan tomado sin querer mi lugar, piensan que están solos. Es por eso que la situación me divierte un poco porque puedo merodearlos sin que ellos se enteren.
Los observo siempre de lejos y veo en sus ojos un cansancio y una resignación de siglos. Entonces me pregunto ¿Habrá vidas destinadas al fracaso?
Puedo escucharlos respirar. Logran entradas cortitas de aire y casi nunca suspiran. Es como si jadearan desordenadamente bajo el mar de piedras que los circunda.
Se mueven poco y se acurrucan como animales con miedo. Muchos lloran en silencio, otros se desesperan y gritan, pero lo único que logran es agitarse más, entonces se dejan adormecer por el calor de estas profundidades que hace que uno entre en trance.
Dicen que no hay enfermos, pero no es verdad. Yo los veo a diario. Hay uno que se queja constantemente de un insoportable dolor de muelas y otro padece una patología tensional. Los dos están medicados y son casos conocidos arriba. Pero eso no es todo, también hay enfermedades gastrointestinales, respiratorias, en la piel y de la cabeza. Estas últimas son las peores.
Los que se quejan todo el tiempo son los más ciclotímicos. Ahora están bien y al rato no. Sin embargo no parecen peligrosos. Pero hay unos cuantos que andan solos, arrumbados contra las piedras, que no le dirigen la palabra a nadie y tienen una mirada que, si yo pudiera sentir miedo, realmente me asustaría. Creo que son los peores. Cargan odio, rencor, silencios estancados en el alma durante años, prejuicios, rabia, envidia… Y se callan. Siempre. Hasta que un día no puedan más...
Todo los días, sin que me vean, los merodeo. Desde arriba, los costados, abajo. Soy el “Gran Hermano”, el ojo que todo lo ve desde su panóptico invisible y ellos ni enterados. Los escucho discutir, los veo pelear, dormir, llorar, comer, mear y cagar. También los veo mentir, ocultar, maldecir y guardar rencor. De la vitalidad insólita no queda nada, sólo una confianza que hoy en día está de rodillas y una angustia caliente, oscura y ciega.
Por ahora me entretengo. No sé qué pasará cuando me harte de esta situación. No olviden que soy un tipo solitario, que disfruta de sus ritos en soledad. Probablemente me encargue de ellos de una buena vez para evitarles más sufrimiento. El de ellos, claro, no el mío. Después de todo ¿Quién los mandó a quedarse varados a 700 metros bajo tierra, justo aquí, donde vivo, en la boca del estómago del infierno?

2 comentarios:

  1. Me dio cosita la historia... Soy Gaby;)

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  2. woooww!
    Pasamos del morbo a esto, que no se como se define..

    La verdad que si.. dio cosita leerlo..

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