De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

miércoles, 3 de febrero de 2010

De-ses-pe-ra-dos

“Vivimos desesperados”.
Eso dijo. Y fue todo.
Los presentes lo escucharon pero no le contestaron y cada quien siguió en la suya.
Busqué de dónde venía la voz de la sentencia, de las palabras sabias, de la reflexión tajante, precisa y al pie.
Y agregó: “Son $5,75. ¿Te doy una bolsita?”
Se me cayó el alma al piso porque el supuesto filósofo no estaba sentado sobre una piedra en pose “Pensador de Rodin”. Se ocultaba tras una infinidad de cigarrillos, caramelos, pañuelitos tissue, galletitas, alfajores, entre otras confituras y desde ahí despachaba y cobraba. Era el empleado de “Premium”, el kiosco que está en la boca del subte B, en Los Incas, en Capital Federal.
La clientela estaba ofuscada porque no había metro. Y, como siempre, nadie sale a dar la cara. Sólo cierran las compuertas del castillo medieval de Metrovías y dejan un cartel luminoso que escupe “servicio interrumpido” sin parar.
El tema es que todos pensamos que el kioskero, un tipo de unos 40 y tantos años, sabe porqué no hay subte. Claro, si está al lado de la boca del metro ¿Cómo no se va a enterar? ¿Lo creemos un empleado encubierto de Metrovías? ¿Se ganó un ascenso y lo dejan laburar afuera para que tome aire fresco y se tueste un cachito el sol? ¿Oficia tal vez de prensa de la nefasta empresa subterránea?
No señores, es simple y llanamente un kioskero. Un empleado de un comerciante que probablemente lo explota y que vive al día, para ganarse el pan como vos, como yo, como todos ¿Por qué acosarlo? ¿Por qué hacerlo carne de cañón de nuestras desgracias?
Sin embargo, el kioskero puede responder lisa y llanamente “No sé”, “Andá a preguntarle a Metrovías” o “No me jodas” (esta última opción lo puede dejar sin clientela, claro), pero no. Él dice que no sabe y hace un ejercicio de observación. Toma distancia de la situación y esboza un análisis sociológico del argento-porteño tan acertado como punzante, y se incluye: “Vivimos desesperados”.
Desesperados porque el subte no funciona.
Desesperados porque el dinero no alcanza.
Desesperados porque alguien nos empuja en el colectivo sin pedirnos permiso.
Desesperados porque estás haciendo la cola en el súper, una vieja se hace la idiota y se te adelanta.
Desesperados porque entrás a un local, decís “buen día” y nadie te contesta.
Desesperados porque las noticias te bombardean por aire y por tierra, te carcomen la cabeza un día, y al otro día no hay seguimiento de nada, nos dejan en ascuas.
Desesperados porque hace calor, llueve y hace más calor.
Desesperados porque hace frío.
Desesperados porque el taxista te quiere dar charla y vos no querés hablar.
Desesperados porque te falló la empleada doméstica.
Desesperados porque es viernes y no vemos la hora de que llegue el fin de semana, y más desesperados el domingo, porque sabemos que empieza de nuevo todo.
Desesperados de amor, de hastío, de soledad, de aburrimiento…
Vivimos así. Somos así.
Nos ahogamos en un vaso de agua, tocamos fondo y sólo eso nos da el empujón para seguir. Pero de nada sirve porque nos volvemos a desesperar. Nos falta el aire demasiado seguido.
Ese día hice mi compra y, cuando le pagué al kioskero le dije: “Estuvo genial lo que dijiste. Es cierto, vivimos desesperados”.
Cuando me daba el vuelto –y sin mirarme a los ojos- me respondió, sentencioso: “Y lo peor es que no aprendemos”.
Me fui. El subte ya funcionaba. Pensé todo el viaje a la estación Pasteur en él. Volví al kiosco a los pocos días y ya no estaba. Nunca más lo volví a ver.

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