
Alejo Bayote.
Así se llamará a partir de ahora. Por motivos que tienen que ver con su bajo perfil y su necesidad de exponerse lo mínimo e indispensable, este yucateco viajero reclama anonimato aunque sospecha que su nombre se develará, tarde o temprano, y correrá como reguero de pólvora.
Sin embargo, desde su nueva identidad, el hombre nacido hace 37 años en la Blanca Mérida, quiere compartir sus experiencias en tierras remotamente lejanas. “Para que nuevos viajeros se animen” –dice-, “O para que opten por quedarse para siempre, ellos sabrán…”
Alejo Bayote no tiene medias tintas. Armó un día sus maletas y se fue de Mérida. Se llevó consigo un enorme morral que cargó con mucha ropa de verano, poca de invierno, algunos libros y discos elementales, un kilo de Maseca, tres frascos de chile habanero, dos de chipotle, una maricona gigante y miles de recuerdos idealizados. Lo acompañaban en este loco periplo una esposa y una hijita.
Dice el poeta uruguayo Mario Benedetti que “El Sur también existe” y, ni lerdo ni perezoso, Bayote se fue a comprobarlo. Se subió a un avión con su familia y aterrizó hace casi dos años en el fin del mundo: Buenos Aires, Argentina.
Pero nada es miel sobre hojuelas y de eso Bayote sabe mucho. O lo saben mejor sus huesos y hasta sus vísceras. Si uno asalta por sorpresa a Bayote, lo arrincona, le pone una luz potente en el rostro para que lo deje ciego y le pide que diga en fracción de segundo qué es lo que más extraña de Yucatán, el hombre lanzará un grito desgarrador, sacudirá su gran cabeza de lado a lado, se pondrá automáticamente en posición fetal y aullará “¡Mi hamaca!”.
Desde que nació, Bayote durmió como flotando en el aire, suspendido de dos hilos. Pasó incontables horas de su vida envuelto en un capullo de colores, golpeando con su pie la pared para columpiarse. ¡Esto es descansar!, se decía una y otra vez…
Sin embargo, cuando bajó del avión, descubrió la cruel realidad. Las únicas hamacas que conocen los porteños viven en los parques, las usan los niños y es lo que los mexicanos conocen como columpios. No hay otras.
Ni pensar en agujerear las frágiles paredes de un departamento de dos dormitorios en un cuarto piso para hacer un hamaquero. Los vecinos golpearán con furia ciega la puerta del 4to. “A”, agitando los brazos y las manitos para reclamarle que ya no haga ruido y que se duerma de una buena vez.
Así que Alejo Bayote tiene que dormir en cama, como cualquier hijo de Dios. Dice que no se acostumbra, que le duele todo y que sólo se conforta si tiene a mano su frazada azul.
Por eso, cuando se puede librar de su esposa e hijita, corre a su cuarto, despliega la frazada sobre la cama de dos plazas y hace de sí mismo un gran taquito. No es tarea fácil desplegarse de una punta de la cama a la otra, rodando sus más de ochenta kilos, para terminar envuelto cuál capullo color cielo. Pero lo logra. Cuando está listo llama a los gritos a su familia para que lo acomoden en un lado de la cama. Hasta la cabeza se tapa. Parece más una momia azul que un humano vivo. Pero descansa y sueña que flota en el aire y vuela bajito.