De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…
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lunes, 12 de abril de 2010

Marylin está armada

Marylin viaja todos los días con un arma blanca en la cartera.
Toma el subte temprano en Los Incas y siempre viaja sentada. Lleva en su bolso de cuero negro, además del cuchillo –marca Tramontina, con filo de sierrita y mango de madera- un neceser, algún libro de autoayuda (ahora lee “Gente Tóxica”, de Bernardo Stamateas), la billetera con poco dinero y el tupperware con el almuerzo para su día laboral.
En realidad, el cuchillo que lleva acompaña a un tenedor, ya que todos los días almuerza en su lugar de trabajo. Las sobras de la cena del día anterior se convierten en la comida de su mediodía laboral.
Marylin tiene 50 años, está sola y aburrida. Lleva una vida monótona y, aunque vive rodeada de gente –sus hijos, algunos familiares y compañeros de trabajo- siente una soledad que le carcome los huesos. Hace años se divorció de un esposo que se olvidó muy pronto de sus derechos y deberes de padre. Y eso a ella le hace mella.
Vive en una casa alquilada porque la que compró con su ex ahora le pertenece al banco. Entonces todos los meses padece la angustia de llegar a fin de mes con la mayor dignidad posible. “Yo no importo, pero que a los chicos no les falte nada”, piensa Marylin sola, terriblemente sola. Aunque son grandes, sus tres hijos todavía viven con ella y entre todos comparten gastos.
Trabaja desde hace años en un empleo de atención telefónica a clientes que ya le quitó la sonrisa. Pelea cuerpo a cuerpo un aumento de sueldo con chicas que cuentan con la mitad de años que ella y que, además, estudiaron y son exitosas. Marylin se queja siempre, todo el tiempo, sola o acompañada; cuando se despierta y cuando se va a dormir; cuando trabaja y los domingos que descansa. Porque, además de estar sola, Marylin está harta.
Y odia. Odia al Gobierno, a los que tienen plata, a los que aparecen en la tele; odia hacer colas para todo, esperar, comprar con aumentos, pagar sin descuentos, viajar, comer y engordar, dormir y despertar.
Marylin también sueña, dormida y despierta. Su mamá le puso el nombre de la Monroe porque se la imaginó glamorosa pero, excepto por el cabello teñido de rubio platino, su hija siente que la decepcionó. Por eso a esta mujer de medio siglo le gusta soñar qué sería de su vida si hubiese hecho tal o cual cosa. O si no la hubiese hecho. Y se llena la cabeza de porqués todo el tiempo: ¿Por qué me casé tan joven? ¿Por qué no terminé la facu? ¿Por qué corté con Carlos, si él me quería de verdad? ¿Por qué tuve hijos? ¿Por qué él ya no me quiere? ¿Por qué…
La Policía la detuvo en la estación Carlos Pellegrini, donde una turba manifestaba en contra de la huelga de Metrovías. Esa tarde Marylin esperaba el subte para regresar a su casa y la manifestación se lo impedía. Entonces se enojó.
Sin saber cómo ni cuando, sacó de su cartera el tramontina y, enajenada, traspasó la valla que separaba a los pasajeros de los empleados del metro. Hirió a tres. Ella también se lastimó, pero dice que no le duele y mucho menos le importa.
Como sus hijos no pudieron pagar la fianza, hoy duerme tras las rejas y sueña despierta que toma champagne en una bañera llena de espuma, mientras suena un teléfono blanco que alguien atenderá por ella.

miércoles, 31 de marzo de 2010

La gorda y el flaquito

Soy partidaria de los que se besan en la calle, no de los que se pelean.
Si veo a dos a los arrumacos, los aplaudo. Si me cruzo a un par peleándose o en problemas, no les voy a negar que me detengo a observar “como a la pasada”, pero no. Prefiero el amor, no la guerra.
Sin embargo, cuando los vi por primera vez, se me cruzaron las sensaciones. Por un lado miré la vidriera del bar con vergüenza y un morbo inmanejable. Al instante me moría de ternura al verlos tan distintos, chocantes, tan como si el mundo no existiera.
Estaban sentados en una mesa que daba a la vidriera de un típico café porteño, con muebles oscuros, media luz y mozos con moñito al cuello. Se tomaban de la mano y se miraban como embobados. Uno podía pensar que eran dos que se querían y ya, pero llamaban la atención y era imposible no mirarlos.
Ella era enorme y gordísima, apenas entraba en una silla. Enfrente estaba él, flaco y chiquito, como un punto diminuto frente a la mujer. Pero lo que más hacía ruido al verlos era cómo se miraban. Alrededor no había nada, sólo ellos.
La gorda y el flaquito se ubicaban siempre en la misma mesa, a la izquierda de la puerta. Estaban tan cerca de la calle, que cuando pasaba podía olerlos. La primera vez que los vi, crucé frente a ellos y aproveché para echar una mirada larga sobre la mesa. Desayunaban dos cafés grandes y medialunas de grasa y manteca. La gorda agarraba la mano menuda del flaquito mientras con la otra manaza se llevaba una medialuna a la boca de un solo bocado. Él le contaba algo y ella reía.
Siempre que los veía en el bar –nunca dos días seguidos, a lo sumo una vez por semana- charlaban, se miraban, se tomaban de la mano y reían. Sin embargo, un lunes nublado que iba con paso rápido al trabajo, me di cuenta que algo pasaba. La gorda estaba demasiado seria y se notaba que él trataba de agradarle. Ella tenía mirada de vaca triste. Los ojos saltones de la gorda parecían estrellados contra la cara. El flaquito trataba de convencerla de algo, no sé… La miraba con sus ojos de canario, apretados contra la nariz picuda. Me acordé de las vacas que veía en el campo cuando era chica, esos mastodontes sin gracia que se abanicaban con la cola los pajaritos que se les posaban como parásitos.
A los pocos días, cuando me los crucé, se habían amigado. Ella le festejaba con una risotada algo que él decía. El flaquito había apoyado su mano en el antebrazo de ella, como apretándola. La gorda se reía fuerte mientras el mozo les servía el desayuno. El flaquito tendría 40 años y ella otros tanto, aunque aparentaba más. Él estaba siempre vestido con camisa de Jonshon’s y pantalón pinzado, típico atuendo de oficinista, sin corbata. Ella usaba el mismo sweater negro o marrón de todas las mañanas, y pollera negra.
El invierno avanzaba con temperaturas bajo cero a las ocho de la mañana y los novios desparejos seguían susurrándose cosas, siempre tomados de la mano. Algunas veces más verborrágicos, otras más callados, pero juntos. Me gustaba verlos y me hice la rutina de elegir en el MP3 un tema perfecto para cuando pasara por el bar. Probé con Charly, El Flaco, Pink Floyd, Sabina, Los Redondos… Pero ninguno cerraba. Hasta que el Polaco Goyeneche cantó “Grisel” y ahí me dije: “es la canción de la gorda y el flaquito”.
Y fue inevitable crearme historias sobre ellos dos ¿Que si convivían? Supuse que no. Me imaginé que la gorda vivía rodeada de gatos y al cuidado de una madre enferma, probablemente ciega.
Al flaquito me lo imaginaba divorciado, con un hijo chiquito que ve muy de vez en cuando. Seguramente habitaba un monoambiente alquilado y sin luz.
Pensé que esas mañanas que nos cruzábamos, ellos amanecían juntos en algún hotel del centro, desayunaban y regresaban cada uno a sus vidas monótonas, grises, separadas.
Cuando el sol empezó a salir más temprano y ya no hacía tanto frío, noté que sus apariciones en el bar eran más esporádicas. Hasta el último día que los vi.
Esa mañana preparé el MP3 con otro tango. Elegí “Madame Ivonne” y cambié la voz del Polaco por la de Julio Sosa. Cuando me acercaba a la esquina de Alsina y 25 de Mayo vi que la mesa estaba vacía. "Hoy tampoco", pensé. Entonces avancé por 25 de mayo e inmediatamente los ví, fuera de su hábitat. Y tuve un mal presagio.
La gorda y el flaquito avanzaban por la vereda angosta de San Telmo. Iban tomados de la mano. Ella ocupaba toda la acera y él caminaba prácticamente por el cordón, a punto de caer al precipicio de la calle. Iban silenciosos y serios, muy serios.
Bajé a la calle para que pasaran. Inmediatamente me di vuelta para ver si entraban al bar. Se quedaron unos segundos parados en la entrada, dudaban. Entonces ella tomó la iniciativa y le soltó la mano sin explicaciones. Él intentó agarrarla nuevamente pero la gorda no quería. Sin palabras movió la cabeza para hacer un no, lo detuvo con la mano cuando él se le acercó y cruzó Alsina, sin mirar el camión que venía de frente y sin frenos.
La ambulancia tardó demasiado y ya no quise quedarme. Les dije que prefiero el morbo que trae besos, no desgracias.

martes, 9 de febrero de 2010

Mujer mimo


¿Cómo hace para no salir volando?
Brevísima ella, parada en la esquina de 25 de Mayo y Balcarce, se aferra estoica a su metro y medio y a sus 40 kilos (¿42, 45?). Reparte sin cesar miles de diarios gratuitos "El Argentino", escritos por la troupe de Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de los argentinos.
Dos moles históricas le hacen sombra a la pequeña mujer. De un lado la Casa Rosada, del otro el Banco Nación. Y ella ahí, en el medio, en un intento constante de no volarse entre tanta correntada de aire, que en invierno la congela y en verano le quema las mejillas.
Pobre niña-mujer, qué trabajo te ha tocado ¿No te das cuenta de que te equivocaste de oficio? Si parecés un mimo, una Marcel Marceau en versión sudaca, anémica, de ojos tristísimos.
La pequeña mujer hoy viste una pollera hippie, remera azul del Diario y botas de invierno. Son las 8:15 horas y hace 33 grados. Otras veces la he visto con pantalones cortos. Nunca de Jeans.
Me acerco a ella como todas las mañanas. Me regala -como siempre- su sonrisa silenciosa, de dientes parejos y ojitos caídos. Me extiende la mano y me da El Argentino. Le digo gracias. Ella baja la vista y, como un trompo a punto de volarse, hace una maniobra sin guantes blancos y entrega otro El Argentino a un chico de camisa y cobarta, lleno de piercings.
Temo que este invierno sea más crudo que el del año pasado. Temo llegar una mañana oscura a la esquina de 25 de Mayo y Balcarce y encontrar un reguero de El Argentino en el piso. Y ella allá arriba, subiendo por los aires hasta los techos de la Casa Rosada. Ojalá que lleve jeans, así no tiene frío y no se le ve la bombacha.