De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…

martes, 25 de mayo de 2010

Mi Charles Bronson patriótico

Cursé la primaria entre los años 70 y los 80. Empecé primer grado con el Mundial de Fútbol de 1978, en plena efervescencia del Proceso; luego viví en cuarto grado la Guerra de Malvinas; y terminé séptimo grado en 1984, cuando arrancaba -por fin- la Democracia.
Los chicos setentosos como yo, seguramente tuvimos un papá “Chuck Norris” o “Charles Bronson”. Mi padre era del segundo grupo.
Durante la década de los 70, mi progenitor vio muchas películas de Bronson, por no decir todas. Los títulos hablan por sí solos (no los escribo en inglés porque perderían la gracia): desde “Los siete magníficos”, pasando por “Doce del patíbulo”, “El gran escape” (¡Bronson es el único que se salva!), “Chino”, “El vengador anónimo”, hasta “Nevada Express” o “El temerario Yves”, entre muchas otras.
En plena Dictadura Militar, cuando en Argentina se secuestraba, torturaba y mataba gente, y cuando la economía se convertía en un desastre que llevaría el país a la ruina absoluta, mi papá se sentía ese tipo rudo y justiciero que personificaba Bronson, aunque más no fuera por su atuendo setentoso, acompañado por unos Ray-Ban y su clásico bigote negro y grueso que le caía hasta las comisuras de los labios.
Claro, mi padre no andaba armado a caballo ni en un auto espectacular persiguiendo rufianes ni matando policías malos, ni mucho menos defendía a “pobres y ausentes”, como lo hacía Bronson. Guillermo García trabajaba como metalúrgico en una fábrica, mantenía a una mujer y dos hijas (después vendría otra, con el inicio de la Democracia) conducía un Citroen (igual al del papá de Mafalda) y algunos domingos, cuando se podía, se comía un rico asado en familia, mientras veía la largada de la carrera de Turismo Carretera. Pero sólo la largada, porque después se apagaba la tele para almorzar.
Es cierto el dicho de que “las apariencias engañan”. Mi papá “parecía” un tipo rudo. Sin embargo todo ese aspecto de rudeza se desarmaba cada vez que iba a un acto escolar mío o de mi hermana. Porque cuando había que entonar el Himno Nacional Argentino, mi padre, “El Negro” García, el Charles Bronson de mi familia, se emocionaba de tal manera que terminaba llorando como Magdalena.
Nada lo podía evitar. Por más que se concentrara antes del acto o pensara en cualquier cosa, cuando la voz de la directora decía: “Y ahora nos ponemos de pie para entonar el Himno Nacional Argentino”, Guillermo se quebraba. Y era en ese preciso instante que este hombre que se partía el lomo todo el día para llevar el sustento a la casa, que se decía de River pero moría por el TC, el rudo con cero voz y voto en una casa llena de mujeres, el tipo de bigote poblado y anteojos de mafioso, que en sus sueños se creía el antihéroe justiciero en un país silenciado por la tortura y el miedo… En ese momento mi papá se sentía Patria.
Una vez lo vi. Lo acompañé a un acto de mi hermana y cuando entonamos la canción nacional, mi viejo ya arrancó quebrado. Y no es que dejaba de cantar. No, peor, seguía fuerte, con la voz deshecha, los ojos rojos y las lágrimas cayéndoles desatadas. Cantaba, se secaba los ojos, aspiraba mocos y seguía, con el pecho hinchado, entre una mezcla de orgullo e impotencia patriótica. Esa vez, cuando terminó el Himno, lo miré y me dijo: “¿Qué querés, hija? Me emociono…”.
Yo también papá. Te lo cuento ahora que soy más grande que vos en los 70 y no me creo Charles Bronson. Te lo digo en este preciso instante porque me pasó lo mismo que te pasaba a vos una y otra vez. Te lo anuncio con bombos y platillos porque cuando entoné el Himno Nacional Argentino en pleno acto escolar del 25 de Mayo en el jardín de mi hija, se me hizo un nudo en la garganta y no pude dejar de llorar durante toda la canción, mientras me secaba las lágrimas, aspiraba mocos y seguía cantando, con la voz quebrada pero fuerte.
Te lo cuento, papi, porque además de pensar que es hereditario, creo que entiendo lo que te pasaba en ese momento. No sé cuántas cosas se te cruzarían por la cabeza (a mi, muchas, te lo aseguro), pero pienso que lo que compartimos es ese sentimiento de pertenencia, de no estar solos, de sentirnos parte de algo que no es para nada perfecto, ni con un futuro prometedor, pero somos parte al fin. Vos y yo sabemos que no son eternos “los laureles que supimos conseguir” (si es que los conseguimos…), ni mucho menos viviremos “coronados de gloria”, como augura la canción, pero somos libres, no en el concepto perfecto de libertad, pero sí lo somos y ahí la llevamos, vos como podés y yo también, pero tratando de estar mejor, siempre.
No somos perfectos, no estamos bien ni mucho menos vamos por buen camino. Peor aún, no sabemos con claridad para dónde ir. Hace 200 años que la remamos y acá estamos, sin rumbo fijo. Pero estamos viejo, y lloramos con el Himno y hay un millón de cosas que nos hacen argentinos hasta la médula y hay otro millón de cosas para hacer mejor, para que tengamos una Patria que realmente merezcan mis hijos y tus nietos.
¡Al gran pueblo argentino, Salud, carajo!

martes, 18 de mayo de 2010

Ocho de cien

Diez relatos, cortitos y al pie, de 100 palabras cada uno.

Nocturno a mi barrio
“Alguien dijo una vez
que yo me fui de mi barrio.
¿Cuándo?...¿ Pero cuándo?
si siempre estoy llegando”

Aníbal “Pichuco” Troilo armó una maleta llena de recuerdos, anécdotas, tristezas, amores, notas musicales y su bandoneón preferido y se fue volando para siempre. Alguien lo había escuchado decir: “Tengo unas ganas de morirme que ya no doy más”, y se murió nomás. Hoy, hace 35 años, nacía “El gordo inmortal”.
“Y si una vez me olvidé,
las estrellas de la esquina
de la casa de mi vieja,
titilando como si fueran manos amigas
me dijeron: Gordo…Gordo,
quedate aquí… quedate aquí”.


Mamá sucia
En la esquina de las avenidas Los Incas y Triunvirato hay una mamá joven, con panza divina y en punta. Se la ve tan bien, rozagante como una manzana de Ray Bradbury, dorada y al sol. Está parada y espera la luz verde del semáforo para cruzar la calle. Escucha música en su MP3/4. Despreocupada, saca un caramelo de la cartera de cuero curtido que le cruza la panza, le quita el papel y lo tira al piso, como si nada. A su lado un cesto de basura se mata de risa. Mamá sucia, ¿Qué aprenderá tu nené argentinit@?

Boletos y besos
Los días del boletero del 87 transcurren indolentes. Tiene una mirada triste y, aunque es joven, siempre lleva la misma sonrisa gastada. Sin embargo, a eso de las 15:30 horas, al morocho se le transforma la cara porque una rubia bajita y retacona sale del subte y se para en la cola del 87 para comprarle un boleto de $1,20. Y a él se le transforma la mirada y la sonrisa. Todo pasa en menos de un minuto. Ella se despide siempre con un “Hasta mañana”, y él se queda con la boca llena de besos para poblarle el escote.

Fuma, habla, come y se apunta
En la puerta del Banco Francés de San Telmo, un hombre de 50 y pico se apuntaba el cuello y el pecho con un 38 ¿Por qué? Su situación financiera era caótica, su ex mujer lo había echado de la casa, no tenía trabajo y necesitaba dinero para tratamientos médicos. Pasaron cuatro horas en las cuales José se apuntaba, comía caramelos, hablaba por celular y fumaba, todo junto. Funcionarios de Macri le prometieron soluciones de trabajo y salud. Entre cámaras, micrófonos y flashes, José entregó el arma y partió en ambulancia rumbo a lo desconocido. Nunca más supimos de él.

Mocosa Chanel
La Chica Chanel le cuenta –angustiada- a alguien por su Blackberry que el auto no arrancó y tuvo que tomar el subte. Tiene una cartera blanca di-vi-na con el logo de Chanel y unas sandalias haciendo juego. Huele al inconfundible Número 5. Muy lindo todo pero la chica fanática de Coco –tan fina ella- se olvidó los pañuelitos en la guantera del auto y por más que busca y busca en la cartera, no aparecen. Así que habla, aspira sin cesar moco y más moco; vuelve a hablar y vuelve a aspirar haciendo un ruido inmundo. Ojalá se baje pronto.


Enterrador enamorado
Todos los días compraba el diario y me lanzaba a la sección policial para ver si había novedades sobre el chino prófugo, pero ná de ná. El “Señor Hu” había asesinado a un par de coterráneos que trabajaban de esclavos en un taller textil que él dirigía, en un barrio del Gran Buenos Aires. Los había enterrado vivos. Esa mañana el matutino me contó: “El hombre fue apresado en la vía pública por personal de la Policía Federal en la provincia norteña. Se le reconoció porque en el brazo izquierdo tenía tatuado un tigre y la frase: “Rosa te amo”.

Mirada de Bernardo Gui
Hombre que fuma habano, que esconde rasgos detrás de barba poblada. Hombre de ojos profundos, viejos, que han vivido mucho, que ocultan cosas y que temen poco y nada.
Y sí, hay miradas que matan. Y hay muchos políticos que las llevan puestas. El viernes pasado Diego Fernández de Cevallos, mexicano de larga trayectoria del PAN y ex candidato presidencial, fue secuestrado en Querétaro. Hasta el día de hoy nada se sabe de él. Muchos lo dan por muerto.
Me pregunto qué vio el secuestrador o asesino cuando se cruzó por primera vez con los ojos de “El Jefe” Diego.

Adaptation
“Brainstorming” inconcluso de Charlie Kaufman en “Adaptation”: "Hay alguna idea original en mi cabeza, en mi cabeza calva. Tal vez, si fuera más feliz, no se me caería el pelo. La vida son dos días. Necesito vivirlos al máximo. Hoy es el primer día del resto de mi vida. Soy un tópico ambulante. Tengo que ir al médico a que me vea la pierna. Tengo algo, un bulto. He vuelto a llamar al dentista. Lo voy dejando. Si no dejara las cosas de un día para otro, sería más feliz. Me paso el día sin mover este culo de foca”.

martes, 11 de mayo de 2010

Hermanos cuervos

En Argentina es complicado ser hombre y que no te guste el fútbol. Y eso Alejo Bayote lo sabe en carne propia.
En su México natal, el yucateco entendía la pasión que se vive por el “soccer” pero nunca la sintió a flor de piel. Es más, se consideraba un ser apático y sin nexo alguno con el deporte del balón, y alguna vez alguien lo escuchó gritar a los cuatro vientos que el fútbol debía catalogarse en su tierra de temperaturas extremas “como un deporte de alto riesgo o como una putada del destino”.
Sin embargo, desde que llegó a Argentina su situación había cambiado. No es que se sintiera marginado por no ser fanático de tal o cual equipo, pero más de una vez lo miraron raro cuando lo invitaron a jugar al fútbol y alegó falta de condición física, interés o de botines (lo cual significa lo mismo); o cuando prefirió pasear un domingo en familia en lugar de ver un clásico por la tele.
Igualmente la vida de Bayote transcurría sin pena ni gloria y el tema fútbol no le quitaba el sueño, hasta que alguien lo puso contra las cuerdas.
Hace unos meses su pequeña retoña comenzó a perseguirlo por la casa con una pregunta constante: “¿Papi, vos de qué cuadro sos?”. Vale aclarar que, como parte de una forma de identificación y pertenencia a un grupo, a cierta edad los niños/as sudacas necesitan “ser” de tal o cual equipo de fútbol, en un principio del mismo equipo del padre de la familia. De ahí la necesidad imperiosa de la pequeña de identificarse con su progenitor, para luego armar un nexo con el resto de su pequeño universo.
Si la niña Bayote lo seguía por la casa con la pregunta punzante, el yucateco le cambiaba de tema, trataba de comprar el silencio de la inquisidora con dulces o directamente se hacía el muerto cuando ella se acercaba.
Pero nada servía. Entonces Bayote se sentó en pose de Pensador de Rodin y arrancó con sus cavilaciones sobre el fútbol. Estuvo así dos días corridos, sin comer y sin dormir. Luego de tamaño sacrificio llegó a profundas conclusiones. Lo primero que hizo fue descartar a Boca y a River.
El equipo Xeneize lo hartaba con eso de que “son un sentimiento”, “la mitad más uno”, y demás. A Bayote le molestaba que se sintieran "adictos a la victoria".
El equipo millonario le era totalmente indiferente y sólo le caía bien el estadio Monumental, donde cumplió su sueño dorado de ver a Soda Stereo. Con eso terminaba su pasión gallina.
Entonces pensó en el tango… “En San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido…”; en el concepto del barrio porteño que tanto lo seduce y en dos colores que siempre llevó en el corazón sin saber hasta ahora porqué: el azul y el granate. Ahí se hizo la luz y apareció San Lorenzo de Almagro.
Eduardo Galeano dice que el fútbol bien jugado es una hermosa fiesta de los ojos que lo miran y de las piernas que lo juegan, una pasión humana que merece ser vivida. A Bayote la idea le inquietó el espíritu.
Fue así como se acercó a su compañero y periodista, cuervo desde la cuna, Eduardo Bejuk y le preguntó: Flaquito, ¿Qué es San Lorenzo?. El argentino, feliz de la vida con la pregunta, le respondió: “Vamos a la cancha el domingo para que vos lo vivas”. Y así fue.
Lo que Alejo Bayote vivió hace unos domingos atrás, en el estadio de San Lorenzo, cuando su equipo derrotó 3 a 0 a Huracán (partido superclásico), es algo que atesorará para siempre en su alma.
Eduardo, el flaquito, el hermano cuervo de Bayote de ahora en más y de por vida es, además de fanático de El Ciclón, periodista y escritor. Cuando le pedí que me contara con sus palabras qué vivió para él Bayote en el estadio, me envió el texto que a continuación copio, envuelto en una bandera azul y granate, que llegó volando una noche fria y estrellada y entró por la ventana de mi casa. Imposible no dejarlo textual:
"San Lorenzo, le quise explicar a Bayote sin explicárselo, no es un club de fútbol. Es el chori que nos comimos de parados, mientras la hinchada acomodaba los bombos al lado nuestro, mientras hablábamos de la vida y el sol nos pegaba en la frente. Es meternos en medio de la murga, donde nadie es rico ni pobre, alto ni bajo, gordo o flaco. Somos voces, multiplicadas para ser una, alegres de pura alegría. Saltamos (Alejo incluido). Agitamos las manos. Tenemos aguante. Aguante porque no nos importa si vamos a ganar o perder (de hecho, el Ciclón se arrastra entre los últimos puestos de la tabla), si juega Messi o nuestro amado Bernie Romeo (menos sutil que el tal Messi, pero con unos huevos que ni te cuento), si somos campeones o últimos. Importa que estamos ahí, en las buenas y en las malas, armando un carnaval inédito, contando nuestra historia de 100 años. San Lorenzo también es esa lluvia de papelitos que amanecen desde nuestras manos (un pibito le alcanzó un piloncito a Alejo), son los globos azules y rojos que inflamos, son las banderas gigantes (telones, en nuestro argot) que descienden y nos tapan las cabezas. Es el ingenio de los cantitos improvisados (y una nueva sonrisa, y vaya si valoro sonreír), es el primer gol a los Quemeros, el abrazo con Alejo, ahora mi hermano, más hermano que nunca, vamos mexicano carajo que esta tarde les rompemos el... Bueno. Es todo eso. Compartir un sentimiento tan puro que, dicta el código inquebrantable, supera el amor por la mismísima novia, de la cual se puede prescindir en cualquier momento y sin el más mínimo atisbo de culpa. Pero de los colores no. De eso no se prescinde. Eso no se cambia nunca. De la cuna hasta el cajón, cantan los muchachos, trepados al paravaalanchas y sudando su aliento. Para el tercer gol, Alejo ya terminó de entender. Y él mismo salta (hay que saltar/hay que saltar/el que no salta/es de Huracán), revolea la camiseta, se compra un souvenir para sobornar a algún sobrinito indeciso y... es feliz. Qué lo parió”.
Aunque los días pasaron, el yucateco todavía se emociona cuando piensa en la hinchada que lo abrazó, que lo recibió feliz a golpe de bombo y que hizo que su corazón cante, sin importar nacionalidad, bandera ni cultura. Y ahora la hija de Bayote ya está tranquila y se pasa el día dibujando escuditos con forma de corazones, a vivas rayas azules y granates.

lunes, 3 de mayo de 2010

Un whisky en el cielo

¿Qué se sentirá ser colectivero?
¿Qué se le cruza por la cabeza a ese hombre de uniforme azul, que timonea un volante grandote y lleva a un montón de gente de acá para allá, una y otra vez?
¿En qué piensa un colectivero mientras maneja?
El miércoles pasado el subte estaba interrumpido y yo tenía que llegar en un periquete a Malabia y Corrientes. Entonces me subí al 109, que me dejaría en la dirección exacta.
Como tenía media hora de trayecto, me puse a observar sin demasiado detenimiento (ya me ha pasado que no me doy cuenta y me quedo mirando a alguien o algo más de lo debido…) a mi alrededor. Y ahí apareció la escena.
Del lado derecho del chofer, a la altura de sus piernas y debajo de la máquina donde marcan los boletos (foto), había una especie de mesita con base espejada, cubierta cuidadosamente con un mantelito blanco, de puntillas. Sobre ella descansaban, en tamaño miniatura, dos botellas de whisky, un vaso y un cenicero. Todo vacío, como de juguete.
Uno miraba la escena del tipo al volante de la gran máquina, esquivando taxis e insultos, subiendo y bajando pasajeros y algo no cerraba ¿Qué hacían las botellitas, el vaso y el cenicero ahí?
No se puede negar que parte del folklore de los colectiveros argentinos es decorar su lugar de trabajo. Normalmente optan por banderines de clubes de fútbol, corazones de vidrio con nombres de féminas, peluches, calcomanías, estampitas religiosas, etc. Pero ¿Una mesita con botellas, vaso y cenicero? ¿Es adorno nada más? ¿Qué quiere recrear este hombre? ¿Está jugando o es de verdad la escena? ¿En qué cápsula del tiempo me metí? ¿El realismo mágico porteño existe?
Entonces me acordé del Capitán Beto.
El 1976, cuando Luis Alberto Spinetta armó la banda Invisible, compuso un tema grandioso que pasó a la historia. Se llamaba “El anillo del Capitán Beto”.
El Flaco se refería a él como “un astronauta argentino”, ex colectivero. La nave del Capitán Beto era de fibra de vidrio y fue hecha en Haedo, Buenos Aires. El comando estaba adornado con la foto de Carlitos (Gardel, ¿Quién otro?), un banderín de River Plate y la estampita (“triste”) de un santo.
En la cabina de la nave, Beto regaba los malvones y estaba triste, muy triste. Sin brújula y sin radio, hacía 15 años que navegaba por el espacio y su destino era “precario”. Para colmo, sabía que jamás volvería a la tierra y extrañaba todo, desde el silbido de un tango, hasta a su madre. “¿Por qué habré venido hasta aquí, si no puedo más de soledad, ya no puedo más de soledad?”, se preguntaba, amargado.
La historia no tiene un final feliz. El Capitán Beto tenía un anillo que lo inmunizaba de todo… Menos de la tristeza. Pero averíguenlo ustedes mismos (http://www.youtube.com/watch?v=hMoqcLAni28).
Y volví otra vez a la pregunta del millón “¿Qué se siente ser colectivero?” Vivir a diario la misma realidad transitada una y otra y otra y otra vez, monótona, gris, de un tiempo determinado, de recorrido que se repite hasta la finitud de la jornada laboral… Y vuelve a empezar.
El colectivero, como el Capitán Beto, se lanza todos los días al espacio y recorre su lugar en círculos, como perdido. Sale y regresa siempre al mismo sitio, sin chance de reinventarse en el trayecto. A lo sumo puede cambiar el ambiente exterior, claro. Un edificio nuevo en Córdoba y Lavalle, una marcha que corta el tránsito para hacer bilis, un accidente para recrear el morbo, unas chicas lindas que suben y lo saludan, pero nada más. Siempre hay que regresar al mismo y por el mismo lugar.
Y mañana otra vez.
Y al día siguiente…
Es como vivir en una burbuja que no va a ningún lado.
Y ahí está la mesita espejada con las botellas, el vaso y el cenicero. Quizás que esa recreación en la cabina del colectivero –como los malvones del Capitán Beto- sea “su” cable a tierra, como si llevara su casa a todos lados ¿Para no perderse? Es probable. Tal vez esa "instalación" tan fuera de contexto para mí, sea para el colectivero las miguitas de pan que le enseñan cómo regresar siempre a casa y no morir, como Beto, de tristeza.
Ya a esta altura del viaje y de mis cabilaciones, la angustiada era yo. Por el colectivero, por el Capitán Beto y por mí. Porque los tres somos argentinos y nos gusta ponernos tristes, aunque nos haga mal. Porque como resaltó el filósofo español José Ortega y Gasset hace casi un siglo, los argentinos tenemos un “fondo de descontento y tristeza, de extraña insatisfacción”, que acarreamos siempre, desde que nos emancipamos. Porque nuestro existir es un puro afán que se consume –como el viaje del colectivero, como el del Capitán Beto y quizás el mío también - en sí mismo sin llegar a su logro.
"¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?", se preguntaba el Capitán Beto. Quizás que por buscarte, cielo, damos vueltas en círculos y nunca llegamos a ningún lado.