De cómo nos vemos cuando nos vamos y también cuando volvemos. Los que se quedaron dicen que somos los mismos pero no, estamos cambiados... Y ellos también. Reflexiones de una chica que volvió a su terruño pero que, sin embargo, sigue en tránsito perpetuo. En este espacio todo vale, menos quedarse quieto…
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domingo, 7 de noviembre de 2010

Hasta el infinito... Y más allá...

Para Agus,
con mi corazón despanzurrado.

Desde hace días, pulula en la red un mail que habla de las diferencias entre un amigo y un amigo argentino. Para los sudacas, acostumbrados a una forma bastante desbocada, excesivamente fraternal y ruidosamente atropellada de sentir a los cuates, el mensaje fue, en rasgos generales, aceptado por la mayoría a los que consulté. Y es que, en algún punto, tuvimos o tenemos un amigo así: parte total de tu vida, como un hermano de corazón, bah… El mail es largo pero resalto algunos puntos:

Un amigo te pregunta ¿Cómo estás?
Un amigo argentino te dice que te ves bien, te abraza y te besa.
Un amigo te pide algo prestado y te lo devuelve a los dos días…
Un amigo argentino te pide algo prestado y a la semana se olvida que no es suyo.
Un amigo te ofrece el sofá para que duermas.
Un amigo argentino te brinda su cama, se acuesta en el suelo... Y no te deja dormir en toooooda la noche conversando contigo.
Un amigo toca a tu puerta para que le abras.
Un amigo argentino abre la puerta, entra y después te dice: ¡Llegué!
Un amigo te pide que le hagas un café.
Un amigo argentino pasa a la cocina y monta la cafetera y hasta le pide azúcar a una vecina si no tienes.

Miren cómo será el asunto que tenemos un día para festejarlo. El “Día del amigo” es el 20 de julio y, aunque todavía no es feriado nacional (nunca se sabe…) es un momento sin duda para “venerar” el sentido de la amistad, algunos más literalmente que otros, claro.
…Y no exagero. Tuve la oportunidad de vivir en México durante seis años y el concepto de amistad es distinto, con más reservas y distancias, sin tanta entrega. En definitiva: Ni bueno ni malo; diferente.
Por cierto Oscar, un amigo español de nacimiento e itinerante de corazón, vivió en Argentina y allí hizo muchos amigos del alma (mi esposo mexicano, entre otros) y coincide en la “pronta y total entrega” de la amistad argentina. Ojo, esto siempre lo sorprendió porque en su país no es así la cosa, aunque cada vez que tiene oportunidad de ver a sus "hermanitos" del Sur, lo disfruta a pleno.
Hace una semana exactamente, un amigo argentino se disponía a salir con otros amigos coterráneos. Iban a comer un asado. Estuvieron por la tarde juntos, toda la noche, hasta la madrugada. Cuando ya había amanecido, el grupo se despidió. Dos de ellos se subieron a una moto y transitaron las calles porteñas, recién amanecidas, con el sol subiendo despacito. Linda hora para andar, para transitar la ciudad que nace de nuevo.
Pero no. En una esquina que pocos querremos transitar de nuevo, los esperó lo más inesperable. Y el amigo Matías –que conducía la moto- no pudo con su vida y el golpe del choque lo mató. Por su parte, el amigo y copiloto Guillermo todavía da pelea desde una cama de hospital.
El mail que leí sobre los amigos argentinos finaliza con que “un amigo argentino es para toda la vida”. Hasta hace unos días yo no coincidía con este final porque uno pierde indefectiblemente gente querible a lo largo de los años (por peleas, distanciamientos o vaya a saber qué), pero con la muerte de Matías –hermano de Agus, una gran amiga mía- la historia se me cambió y me di cuenta que no puedo generalizar.
Porque Maty ya no está, pero un ejército de amigazos lo fue a despedir hace una semana y le recuerdan constantemente y de miles de formas su cariño a la familia que sufre una pérdida tan absurda. Y lo seguirán haciendo, sin dudas.
…Y dicen los que lo conocían como la palma de su mano que Maty se fue… pero no. Anda por acá cerquita, pendiente de la salud de Guille, esperando que se mejore pronto porque esas cosas hacen los verdaderos amigos argentinos: llenos de un cariño porfiado, celoso, un tanto sobreprotector y descomunal, capaz de quererte hasta el infinito… Y más allá.


¡Buen viaje, Maty!

jueves, 30 de septiembre de 2010

Carta a un pequeño gran cronopio

Martín:

Hace seis meses y medio que convivimos. Vos adentro mío.

De acuerdo a tu tiempo de gestación, ya medís como 30 centímetros y pesás alrededor de 700 gramos. Es un montón.

También podés escucharnos y te movés como loco. Cada vez que te siento, algo tremendamente fuerte se construye entre vos y yo. Para siempre.

Ya no somos papás primerizos (¡gracias a Dios eso ocurre una sola vez en la vida!) y para vos resultará mucho mejor. Si te preguntás porqué, te cuento que se debe a que Julia, tu hermana, nos soportó antes y ya limamos varias asperezas con la experiencia adquirida, que no es mucha, pero cuenta. Ya no nos vamos a desesperar tanto si no dormís; sabemos que si un día hacés caca y otro no, no será el fin del mundo; y si te duele algo no estallarán Hiroshima y Nagasaky juntas.

También estamos más relajados con el entorno y todos los “dimes y diretes” que trae bajo el ala la maternidad. Te aclaro de entrada que vas a salir por la panza y no por la vagina, a pesar de que eso en Argentina no sea muy bien visto y que las defensoras ortodoxas del parto natural me miren mal; que vas a tomar mucha teta como tu hermana (respecto a esto sí tengo la venia de mis paisanas, “mujeres-vacas” orgullosas de sus ubres para alimentar a sus cachorros); y que dilataremos lo más posible tu entrada a una guardería, por lo menos hasta que aprendas a pararte por tus propios medios.

Sobre la realidad del mundo al que venís, no puedo darte una mirada demasiado edulcorada porque iría en contra de mis principios. Sin embargo, aunque no estamos sobre un lecho de rosas, tu papá y yo creemos que tenerte a vos y a tu hermana vale la pena una y mil veces -y más- que todo lo demás. Eso es maravilloso y haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que también vos y tu “big sister” lo disfruten.

Nacés con una gran ventaja: tenés dos tierras. Por un lado México, donde nacieron papi y Julia; y Argentina, donde nací yo y ahora te toca a vos. Ninguno de los dos países es Primer Mundo –se hace lo que se puede, baby…- y ambos tienen serios problemas de toda índole. Sin embargo y a pesar de ser lugares contradictorios, no dejan de ser maravillosos ¿Por qué? Porque son nuestros, porque pertenecemos y porque siempre podemos hacer algo –por pequeño que sea- para cambiarlos. Nunca lo dudes, aunque te cueste creerlo.

Antes que nada no prefieras ningún lugar sobre el otro, querelos a los dos por igual porque tenés un pedazo de cada uno en tu corazón. Aprendé sus historias, su actualidad, su proyección; recorré sus calles, sus mares, sus montañas; probá todos sus sabores; tratá con su gente –conocelos y entendelos antes de juzgarlos- y si vas a elegir uno de los dos países para vivir, visitá el otro con frecuencia.

Hace unos días le pregunté a papi, según su punto de vista, qué es para él lo mejor de ser mexicano. Como la distancia hace estragos en su nostalgia idealizadora (y además, como es natural, se ha vuelto sumamente crítico del lugar donde vive ahora), no duda en responderme.

Papi dijo algo así: “El tiempo es lo mejor que tenemos los mexicanos. Así como todo se va, todo regresa. Es cíclico, de todo se vuelve, hasta de la muerte”.

Si me preguntás a mi qué es lo mejor de ser argentino, creo que no lo sé. Mirá que lo pensé y re pensé. Papi cree que lo mejor que tenemos es la forma de comunicarnos: abierta, frontal, sin tamices ni medias tintas que, por un lado, apabulla y puede resultar tan chocante, pero por otro nos muestra tal cual somos, sin vueltas ni caretas. Coincido con él pero siento que no basta, que tiene que haber algo más, algo que nos marque como yerra.

Entonces pienso en momentos que me hacen feliz de ser argentina. Cuando el Hospital de Niños Garraghan salva otra vida chiquita con la mejor tecnología y calidad humana y profesional del mundo, cuando un nene o su papá prefiere guardarse un papel en el bolsillo o en la mochi, en lugar de tirarlo en la calle; cuando se juega un clásico espectacular, con excelente fútbol, alegría de barrio y saldo blanco; cuando amanece un veintipico de julio, con muchísimo frío pero con un sol gigante, para salir corriendo a la calle; cuando egresan nuevos profesionales de la UBA, con un título y laburo bajo el brazo; cuando Capussotto nos enseña a reírnos de nosotros mismos; cuando leen Borges y Cortázar en las escuelas… Y los chicos se enganchan y piden más para leer; cuando se entona el Himno y se nos erizan los pelitos; cuando devuelven guita que encuentran en la calle; cuando las escuelitas de campo o de la Puna reciben lo que realmente les corresponde del Gobierno y los pibes terminan la primaria para continuar estudiando; cuando la justicia actúa como su nombre lo indica; cuando las leyes son parejas para todos, sin importar género, edad, ni condición social; cuando suena el bandoneón de Pichuco o de Piazzolla, tan distintos y tan argentos los dos, y canta el Polaco o Julio Sosa; cuando esperás a un amigo con mate, o él te espera a vos con unos choris a la parrilla y un vaso de tinto; cuando celebramos, en fin, estar juntos, como sólo a nosotros nos sale: atropellado, de abrazo y beso… Eso y un montón de cosas más…Pero ya te las contaré en vivo y en directo…

¿Sabés? Escuché por ahí que ser feliz es no tener miedo. Te deseo toda la felicidad del mundo, pequeño gran cronopio amado…
Hasta la vista, Baby…


(La ilustración es de Julia Cervera).

jueves, 15 de julio de 2010

De preguntas y respuestas

“¿Y cómo matan al pollo para que después nosotros lo comamos? ¿Con una pistola o una escopeta? ¿Y por qué no se escapan los pollos para que no los maten?”
Las preguntas las hace Julia, mi hija, de cuatro años y cinco meses, mientras hurga con la punta del dedo el plástico helado que cubre a los pollos del Carrefour.
Mi problema no radica -en primera instancia- en qué y cómo responderle, sino en tratar de quitar de mi cabeza voladora la imagen de una hilera de pollos sufridos, inertes, con los ojos vendados, frente a un pelotón de fusilamiento.
Ante sus cuestionamientos, mis respuestas no se hacen esperar, casi siempre. Pensamos que cuando vino la pregunta de “cómo el papá le ponía la semillita a la mamá en la panza” (tenía tres años), la situación se nos iba a complicar demasiado, pero mi amiga Pamela –psicóloga- nos sacó las papas del fuego. Me sugirió: “Preguntale vos a ella: ‘¿Cómo creés vos que le pone la semillita’?” Santo remedio: ese día Julia me miró con una gran cara de obviedad, revoleó sus ojos negros y me contestó sin chistar: “Y, por el ombligo, mamá, ¿por dónde va a ser?”. Piuf, respiramos… Hasta que vuelva al ruedo. Pero ya será más grande y estará lista para nuevas respuestas.
Y ahí vamos…Como dice Cerati (¡Fuerza Gus!). No es tan complicado como creía, realmente. Y siempre estamos dispuestos a contestar para que ella (ellos próximamente) tengan un mundo mejor. Sin embargo hay preguntas que me carcomen las entrañas porque ni yo tengo respuesta. Y eso está cabrón.
"¿Porqué hay nenes pobres?" Me preguntó el otro día cuando bajamos a tomar el subte y vio a una familia durmiendo en la calle.
O cuando viajábamos en colectivo y subió un niño unos pocos años mayor que ella a vender estampitas. Entonces me preguntó: “¿Por qué trabaja ese nene?”
Está tan mal lo que ves, nenita. Así no deberían ser las cosas, nunca. Porque no tendría que haber chicos pobres, con frío y hambre. Menores que no tienen una cama limpia y caliente, ni papás sin trabajo ni mucho menos familias sin amor para crecer con la panza llena y el corazón contento. Tampoco tendría que haber niños que trabajen, explotados; ni chicos golpeados, ni abusados ni torturados….
Se lo gritaría en la cara, pero no puedo. Entonces ¿Cómo y qué le explico, carajo? Lo hago, en definitiva lo hago, pero se me hace un nudo en la garganta y tengo que aparentar optimismo, que todo saldrá bien y me cuesta mucho, muchísimo… Entonces intento salir ilesa pero, como dije, “casi” puedo…
En mi país faltan un millón de cosas para que las cosas medianamente funcionen, para que Julia y todos los chicos tengan un país mejor cuando sean grandes. Sin embargo hoy desperté optimista cuando supe que el Congreso Nacional había aprobado, mientras dormíamos, la Ley del Matrimonio Gay, porque considero que, como norma jurídica, significa Igualdad (¡con mayúsculas y en negritas!) y creo que es una forma de comenzar a hacer una nación que mira para adelante.
El tema fue, es y será debate, claro. Hoy mismo me pasó. Almorzaba con una compañera de trabajo, madre ella, preocupada por los gays (parecían acosarla en sus pensamientos, mientras surgían, como nunca, de hasta debajo de las piedras para casarse y adoptar niños repartidos como manojos de globos por jueces indecentes) y por las explicaciones que, como progenitora, deberá darle a sus hijas. Entonces pensé que, aunque trabajamos juntas, vivimos en la misma ciudad y en el mismo país, un universo cultural nos separa a su familia de la mía. Porque yo podré responder tranquila, segura, con los pulmones llenos de optimismo, cuando Julia me pregunte –si es que lo hace- porqué dos hombres se casan o porqué tal niño tiene dos mamás. Y le hablaré seguramente de la diversidad y de la igualdad, de derechos y obligaciones, mientras ella crece, yo crezco y rumbeamos juntas y de a poquito hacia un mundo mejor.

viernes, 11 de junio de 2010

Embrujados

“¿Qué nos pasa a los argentinos? Estamos locos, locos…”
Reflexiones de Marcelo (Fabio Alberti) en “Todo por dos pesos”.


Hoy, como todos los días, llamé por teléfono a casa a las 11 a.m.
A esa hora, mi hija corre desesperada a levantar el auricular para atenderme y siempre mantenemos una maravillosa charla matutina. Pero hoy fue la excepción.
-Hola mi vida, ¿Cómo estás?
-Bien pero no puedo hablarte… Estoy mirando el partido con papi. Chau.
Y me cortó.
A las 12:40 llamé a casa nuevamente luego del gol que el mexicano Rafa Márquez le hizo a los sudafricanos y mi marido –paisano de Márquez y hasta hoy un tipo antimundialista total- me atendió de la siguiente forma:
-“GOL DE MAAAAARQUEEEEZZZZZ”, No lo puedo creer, qué maravilla, estaban jugando mal y Márquez hizo el gol, blablablabla…”
De golpe y porrazo caí en la cuenta de mi regreso. Después de dos mundiales tibios en México, volví a la vorágine futbolera argentina de cada Copa del Mundo, al seudo nacionalismo, a la cotidianeidad falsa del triunfo y la derrota. Y mi marido y mi hija mexicanos no son la excepción a la regla, ellos también están contagiados por el embrujo.
Como ocurre en mi país cada cuatro años, la burbuja mundialista se formó y se cerró. Y estamos todos adentro, hasta los más parias. Nos esperan días y semanas de fútbol del más variado. Es como que, de golpe, los argentinos nos sentimos llenos, más vivaces, con un humor renovado…
Y no lo digo yo nomás, los dicen los estudiosos.
José Garriga es sociólogo y docente de la Universidad de Buenos Aires. Respeto del efecto que ocasiona el mundial en los argentinos, opina: "Se genera un efecto por el cual once varones interpelan a todo el país y hay una idea de que eso soy yo, que si ellos ganan, gano yo”.
Eduardo Fidanza, director de la consultora Poliarquía, no se queda atrás: "Cada cuatro años se advierte una distensión para relajarse de las normas férreas del trabajo y de las responsabilidades. Hay como un permiso tácito donde cambian las prioridades".
Por otro lado, Fidanza también advierte un despertar del sentimiento nacional. “Se provoca un psicodrama similar al que ocurre durante una guerra, o cuando el país gana un premio en el exterior. Es un momento en que se desata ese nacionalismo latente y se borran los sentimientos contradictorios con el país".
Psicólogos, sociólogos y consultores coinciden también en que el clima del mundial puede tener una efectiva función de desahogo. "Aliviamos la angustia momentáneamente mientras miramos el partido y nos olvidamos de las miserias externas y de los dramas internos", dice el psicólogo Ricardo Rubinstein. "Se genera un efecto contagio que mejora el estado de ánimo general", agrega la psicóloga social Ana Quiroga.
¿Pero qué pasa mientras tanto? A la burbuja no la rompe ni el pelotazo más fabuloso, ni el grito de gol al unísono de 30 y pico millones de argentinos. Y mientras todos navegamos en la realidad paralela mundialista, el país sigue su rumbo, los políticos tomarán nuevas decisiones, la economía irá para atrás o para adelante (…o para el costado), se aprobarán o no tales leyes, se suspenderán exámenes, Cerati seguirá o no en terapia intensiva, y pasarán muchísimas cosas más que nadie detendrá…Ojalá que toda esta emoción que nos sacude el alma, no nos deje ciegos, sordos y mudos.

lunes, 3 de mayo de 2010

Un whisky en el cielo

¿Qué se sentirá ser colectivero?
¿Qué se le cruza por la cabeza a ese hombre de uniforme azul, que timonea un volante grandote y lleva a un montón de gente de acá para allá, una y otra vez?
¿En qué piensa un colectivero mientras maneja?
El miércoles pasado el subte estaba interrumpido y yo tenía que llegar en un periquete a Malabia y Corrientes. Entonces me subí al 109, que me dejaría en la dirección exacta.
Como tenía media hora de trayecto, me puse a observar sin demasiado detenimiento (ya me ha pasado que no me doy cuenta y me quedo mirando a alguien o algo más de lo debido…) a mi alrededor. Y ahí apareció la escena.
Del lado derecho del chofer, a la altura de sus piernas y debajo de la máquina donde marcan los boletos (foto), había una especie de mesita con base espejada, cubierta cuidadosamente con un mantelito blanco, de puntillas. Sobre ella descansaban, en tamaño miniatura, dos botellas de whisky, un vaso y un cenicero. Todo vacío, como de juguete.
Uno miraba la escena del tipo al volante de la gran máquina, esquivando taxis e insultos, subiendo y bajando pasajeros y algo no cerraba ¿Qué hacían las botellitas, el vaso y el cenicero ahí?
No se puede negar que parte del folklore de los colectiveros argentinos es decorar su lugar de trabajo. Normalmente optan por banderines de clubes de fútbol, corazones de vidrio con nombres de féminas, peluches, calcomanías, estampitas religiosas, etc. Pero ¿Una mesita con botellas, vaso y cenicero? ¿Es adorno nada más? ¿Qué quiere recrear este hombre? ¿Está jugando o es de verdad la escena? ¿En qué cápsula del tiempo me metí? ¿El realismo mágico porteño existe?
Entonces me acordé del Capitán Beto.
El 1976, cuando Luis Alberto Spinetta armó la banda Invisible, compuso un tema grandioso que pasó a la historia. Se llamaba “El anillo del Capitán Beto”.
El Flaco se refería a él como “un astronauta argentino”, ex colectivero. La nave del Capitán Beto era de fibra de vidrio y fue hecha en Haedo, Buenos Aires. El comando estaba adornado con la foto de Carlitos (Gardel, ¿Quién otro?), un banderín de River Plate y la estampita (“triste”) de un santo.
En la cabina de la nave, Beto regaba los malvones y estaba triste, muy triste. Sin brújula y sin radio, hacía 15 años que navegaba por el espacio y su destino era “precario”. Para colmo, sabía que jamás volvería a la tierra y extrañaba todo, desde el silbido de un tango, hasta a su madre. “¿Por qué habré venido hasta aquí, si no puedo más de soledad, ya no puedo más de soledad?”, se preguntaba, amargado.
La historia no tiene un final feliz. El Capitán Beto tenía un anillo que lo inmunizaba de todo… Menos de la tristeza. Pero averíguenlo ustedes mismos (http://www.youtube.com/watch?v=hMoqcLAni28).
Y volví otra vez a la pregunta del millón “¿Qué se siente ser colectivero?” Vivir a diario la misma realidad transitada una y otra y otra y otra vez, monótona, gris, de un tiempo determinado, de recorrido que se repite hasta la finitud de la jornada laboral… Y vuelve a empezar.
El colectivero, como el Capitán Beto, se lanza todos los días al espacio y recorre su lugar en círculos, como perdido. Sale y regresa siempre al mismo sitio, sin chance de reinventarse en el trayecto. A lo sumo puede cambiar el ambiente exterior, claro. Un edificio nuevo en Córdoba y Lavalle, una marcha que corta el tránsito para hacer bilis, un accidente para recrear el morbo, unas chicas lindas que suben y lo saludan, pero nada más. Siempre hay que regresar al mismo y por el mismo lugar.
Y mañana otra vez.
Y al día siguiente…
Es como vivir en una burbuja que no va a ningún lado.
Y ahí está la mesita espejada con las botellas, el vaso y el cenicero. Quizás que esa recreación en la cabina del colectivero –como los malvones del Capitán Beto- sea “su” cable a tierra, como si llevara su casa a todos lados ¿Para no perderse? Es probable. Tal vez esa "instalación" tan fuera de contexto para mí, sea para el colectivero las miguitas de pan que le enseñan cómo regresar siempre a casa y no morir, como Beto, de tristeza.
Ya a esta altura del viaje y de mis cabilaciones, la angustiada era yo. Por el colectivero, por el Capitán Beto y por mí. Porque los tres somos argentinos y nos gusta ponernos tristes, aunque nos haga mal. Porque como resaltó el filósofo español José Ortega y Gasset hace casi un siglo, los argentinos tenemos un “fondo de descontento y tristeza, de extraña insatisfacción”, que acarreamos siempre, desde que nos emancipamos. Porque nuestro existir es un puro afán que se consume –como el viaje del colectivero, como el del Capitán Beto y quizás el mío también - en sí mismo sin llegar a su logro.
"¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?", se preguntaba el Capitán Beto. Quizás que por buscarte, cielo, damos vueltas en círculos y nunca llegamos a ningún lado.

sábado, 24 de abril de 2010

La ciudad de la furia

Cuando llueve en la ciudad donde nací, hay olor a tierra mojada. En serio.
Recuerdo inviernos muy crudos. Nos levantábamos con mi hermana Sole para ir a la primaria y en la calle los charcos estaban escarchados. Volvíamos solas de la escuela en colectivo y, cuando éramos más grandes, en bici o caminando.
Nací en un lugar donde jugábamos en la calle hasta tarde. Uno se perdía en bicicleta y no hacía falta que te ubicaran por celular porque, tarde o temprano, encontrábamos el camino de vuelta. Cuando éramos adolescentes con Decu, mi mejor amigo varón, nos quedábamos hasta la madrugada tirados panza arriba en el pasto, mirando las estrellas y alucinando sueños guajiros.
Mercedes se llama la ciudad donde viví hasta los 19 años. Aunque está a sólo 100 kilómetros de Capital Federal (donde vivo ahora), es un lugar tranquilo, que le escapa a la locura de la City Porteña. Los fines de semana la gente pasea por el centro y las plazas se llenan de chicos. En el legendario bar "La Recova", frente a la Plaza San Martín y la Catedral, ponen mesitas afuera y en verano se pone re lindo.
Mercedes tiene mucho campo, vacas y una historia que data de principios de 1800. Cuenta con numerosas escuelas (públicas y privadas), Tribunales, Curia y hasta una sede regional de la Universidad de Buenos Aires.
Como es un lugar chico, la gente se conoce y la mayoría está al tanto de la vida del otro. De lo bueno y lo malo. En una ciudad así es probable que fulano haya estudiado con mengano hace 30 años y ahora sus hijos compartan banco en la escuela con sultanito, novio de la hija de mengano y primo lejano de fulano. Dicen que el mundo es un pañuelo…
En “190 formas de ser mercedino” (está en Facebook), el escritor mercedino Hernán Casciari nos describe de una manera divertidísima: “El mercedino cartógrafo: incapaz de dar una dirección diciendo la calle y el número. Si un forastero le pregunta dónde queda la Municipalidad, no responde calle 29 nº 555. Dice:'Agarre por ahí como yendo al Molino Cores, y dobla justo donde lo mataron a Liberanome; después le mete derecho como quien va al Capurro hasta que se encuentra una casa grande... Ahí es'”.
Mucha gente que conozco estudió y/o trabajó en Capital Federal y luego, cuando formó su familia, regresó a Mercedes para criar a sus hijos en una casa grande, al aire libre, sin tanto stress. En definitiva, buscaron lo que ellos vivieron cuando eran chicos. Otros eligieron no irse nunca.
Hoy hace dos semanas Mercedes fue noticia. En este caso no fue por la Fiesta del Salame ni porque coronaron a la Reina del Durazno. Un grupo de chicos mercedinos de entre 17 y 20 años mató a golpes, patadas y cintarazos a un chico de 26 años, oriundo de Olavarría, Buenos Aires. José Darío Duarte había entablado conversación con dos chicas mercedinas en el boliche Le Front (foto) y, cuando salió, el grupo de chicos lo abordó. Sin demasiadas palabras, comenzó a agredirlo. Literalmente lo reventaron a golpes y se fueron.
José quedó tirado en la calle hasta que una ambulancia lo vino a buscar. Peleó por su vida dos días hasta que colgó los guantes. Ahora descansa en su tierra, de donde había salido hace poco más de un mes para trabajar en Mercedes.
Dicen que hay detenidos. También hay manifestaciones y marchas en repudio al crimen. Trascendió que los chicos asesinos van a un colegio católico y, supuestamente vienen de “familias bien”, de casas donde se debería enseñar muchas cosas, menos lo que hicieron.
Esto no fue una novedad para mí. No presencié nunca muertes, pero a pesar de que le llevo 20 años a los chicos asesinos, también viví situaciones sumamente violentas a la salida de bares o boliches. Y no siempre de 10 contra 10. La desventaja era una constante. Y si no eras de ahí, mejor andar acompañado…
Mercedes es un lugar lindo y tranquilo para vivir. Sin embargo existe una violencia subcutánea que ahoga. Ayer y hoy, y ojalá que nunca más.
Hay que aprender a escarbar un poco -aunque no guste y aunque duela- para ver qué hay debajo de todo esto. Hay que preguntarse qué le enseñamos a los chicos no sólo en la escuela, sino en el primer hogar, entre esas cuatro paredes donde aprendemos a comer y a caminar. Donde nos dan el primer beso y abrazo y donde nos retan si nos portamos mal. Aprendamos a preguntarnos quiénes son nuestros viejos y qué fue de nuestros abuelos. Y, porqué no, si nuestros viejos o abuelos alguna vez vivieron una situación tan horrenda como la que ocurrió hace 15 días. Seamos autocríticos y críticos. Averiguemos si es necesario vivir así o de otra forma, una sin duda mejor. La punta de ovillo la tenemos ahí, ante nuestros ojos.
José Darío Duarte, que en paz descanses.

miércoles, 24 de marzo de 2010

De bicentenarios y putas

¿Qué espera la puta?
¿A quién?
Recostada en la barra de un cabaret de mala muerte, juguetea con la colilla de un cigarro manchado de rouge. Tiene la mirada perdida, extasiada en un recuerdo… O en un olvido, quien sabe.
Usa peluca. Una melena rubia le cae sobre los hombros. Está mal acomodada sobre su cabeza y se pueden ver las canas que se le escapan de las sienes. Es que tiene muchos, muchos años. La puta huele a campo y a montaña, a riachuelo y a paco; y tiene la piel curtida por las cuatro estaciones. Sus ojos -mal delineados y con el rimel corrido- muestran una tristeza inabarcable.
¿Qué siente la puta?
Por su cama pasaron todos: indios, virreyes, curas, militares, aristócratas, villeros, intelectuales, artistas, buscavidas, empresarios y empleados administrativos. A muchos les dio placer, a algunos les vaticinó desgracias y otros se aprovecharon de ella y le dejaron el cuerpo y el alma hechos añicos. Pero ahí sigue la puta, firme como siempre, acodada en la barra. Fuma y espera.
¿Extraña la puta?
Tuvo muchos hijos, pero algunos se le fueron lejos, ya no la visitan y disfrutan de otras putas. Pero a ella no le importa y, aunque los extrañe, prefiere que sus hijos se forjen el futuro donde sea, como sea, a cualquier precio. Quizás siente que ya no tiene nada para darles y se pregunta: ¿Qué se puede esperar de una madre puta?
De golpe, deja de soñar despierta. El Barman del cabaret la saca de su letargo con un silbido y le hace un guiño con la cabeza.
Ella mira a su alrededor y ahí lo ve. Y aunque hace años perdió el porte, las mañas siguen intactas.
-Hola, amor ¿Me invitás un trago?
-...
-Soy una chica mala y no sé qué quiero ser cuando sea grande. Me llamo Argentina. ¿Me querés enseñar?

("Ramona espera", de Antonio Berni
Collage sobre madera, 1962)

miércoles, 3 de febrero de 2010

De-ses-pe-ra-dos

“Vivimos desesperados”.
Eso dijo. Y fue todo.
Los presentes lo escucharon pero no le contestaron y cada quien siguió en la suya.
Busqué de dónde venía la voz de la sentencia, de las palabras sabias, de la reflexión tajante, precisa y al pie.
Y agregó: “Son $5,75. ¿Te doy una bolsita?”
Se me cayó el alma al piso porque el supuesto filósofo no estaba sentado sobre una piedra en pose “Pensador de Rodin”. Se ocultaba tras una infinidad de cigarrillos, caramelos, pañuelitos tissue, galletitas, alfajores, entre otras confituras y desde ahí despachaba y cobraba. Era el empleado de “Premium”, el kiosco que está en la boca del subte B, en Los Incas, en Capital Federal.
La clientela estaba ofuscada porque no había metro. Y, como siempre, nadie sale a dar la cara. Sólo cierran las compuertas del castillo medieval de Metrovías y dejan un cartel luminoso que escupe “servicio interrumpido” sin parar.
El tema es que todos pensamos que el kioskero, un tipo de unos 40 y tantos años, sabe porqué no hay subte. Claro, si está al lado de la boca del metro ¿Cómo no se va a enterar? ¿Lo creemos un empleado encubierto de Metrovías? ¿Se ganó un ascenso y lo dejan laburar afuera para que tome aire fresco y se tueste un cachito el sol? ¿Oficia tal vez de prensa de la nefasta empresa subterránea?
No señores, es simple y llanamente un kioskero. Un empleado de un comerciante que probablemente lo explota y que vive al día, para ganarse el pan como vos, como yo, como todos ¿Por qué acosarlo? ¿Por qué hacerlo carne de cañón de nuestras desgracias?
Sin embargo, el kioskero puede responder lisa y llanamente “No sé”, “Andá a preguntarle a Metrovías” o “No me jodas” (esta última opción lo puede dejar sin clientela, claro), pero no. Él dice que no sabe y hace un ejercicio de observación. Toma distancia de la situación y esboza un análisis sociológico del argento-porteño tan acertado como punzante, y se incluye: “Vivimos desesperados”.
Desesperados porque el subte no funciona.
Desesperados porque el dinero no alcanza.
Desesperados porque alguien nos empuja en el colectivo sin pedirnos permiso.
Desesperados porque estás haciendo la cola en el súper, una vieja se hace la idiota y se te adelanta.
Desesperados porque entrás a un local, decís “buen día” y nadie te contesta.
Desesperados porque las noticias te bombardean por aire y por tierra, te carcomen la cabeza un día, y al otro día no hay seguimiento de nada, nos dejan en ascuas.
Desesperados porque hace calor, llueve y hace más calor.
Desesperados porque hace frío.
Desesperados porque el taxista te quiere dar charla y vos no querés hablar.
Desesperados porque te falló la empleada doméstica.
Desesperados porque es viernes y no vemos la hora de que llegue el fin de semana, y más desesperados el domingo, porque sabemos que empieza de nuevo todo.
Desesperados de amor, de hastío, de soledad, de aburrimiento…
Vivimos así. Somos así.
Nos ahogamos en un vaso de agua, tocamos fondo y sólo eso nos da el empujón para seguir. Pero de nada sirve porque nos volvemos a desesperar. Nos falta el aire demasiado seguido.
Ese día hice mi compra y, cuando le pagué al kioskero le dije: “Estuvo genial lo que dijiste. Es cierto, vivimos desesperados”.
Cuando me daba el vuelto –y sin mirarme a los ojos- me respondió, sentencioso: “Y lo peor es que no aprendemos”.
Me fui. El subte ya funcionaba. Pensé todo el viaje a la estación Pasteur en él. Volví al kiosco a los pocos días y ya no estaba. Nunca más lo volví a ver.